Reproducimos un testimonio que nos llega a [email protected]
Hace unos meses me contrataron para trabajar en una empresa de paquetería en la que estoy prácticamente todo el día. Cuando llego a casa no tengo tiempo libre porque estudio para prepararme unas oposiciones. Ya que dedico los domingos a estudiar, mi único rato realmente libre son los sábados por la noche. Los dos últimos me los había pasado cuidando a los hijos de mi hermano, ya que ellos habían aprovechado para salir a cenar porque necesitaban un respiro de toda la semana. Entonces, este sábado estaba en casa tranquila, dispuesta a disfrutar de mis planes.
Acababa de sentarme cuando llamaron al timbre. Era mi hermano, con sus dos hijos llenos de mochilas y juguetes. Me hizo la encerrona del siglo preguntándome allí mismo, ya en mi casa, con mis sobrinos con todo listo para quedarse a dormir, si le podía hacer el favor de cuidarlos otro sábado más. Cuando le dije que ya lo había hecho los dos últimos sábados me dijo que debía entenderlo, que él y su mujer no se veían en toda la semana y debían aprovechar los sábados por la noche para pasar un rato juntos. Me dio un poco de rabia, sentí que se estaba aprovechando de mí, así que le planteé la opción de contratar a una niñera. Se ofendió muchísimo, ya que, según él, yo era consciente de sus problemas económicos.
Tenía planes para esa noche, planes que incluían una maratón de mi serie favorita y una pizza con extra de queso. Hacer de canguro no estaba en mi lista de prioridades, y mucho menos caer en el intento de chantaje emocional de mi hermano. ¿Por qué era mi responsabilidad como se gestionan ellos su tiempo? Ya le había hecho el favor las dos últimas semanas, pensé que no me pondría en la situación de tener que decirle que no. Pero se lo dije.
Me sentí culpable por negarme a ayudar, pero también me frustró la sensación de que siempre se esperaba que yo estuviera disponible para hacer de canguro cuando los planes de mi hermano se complicaban. No era justo que siempre me consideraran la solución rápida. Cuando se fueron, me sentí abrumada por una sensación de culpa. ¿Estaba siendo egoísta al poner mis propias necesidades primero? ¿Debería haber sacrificado mis planes para ayudar a mi familia?
La verdad es que no disfruté el resto de la noche. No estaba acostumbrada a decirle que no a la gente y todo el rato pensaba si había estado en lo correcto al poner límites y al priorizar mi felicidad por una vez.
El domingo siguiente recibí la llamada de mi madre. Mi hermano le debería haber contado todo, desde su punto de vista, y mi madre, como no, estaba de su parte. Me dijo que era una egoísta y que no podía entender a mi hermano porque yo no tenía las mismas responsabilidades que él, un matrimonio y unos hijos.
Días después, hablé con mi hermano y le expliqué largo y tendido mis razones y el pareció entenderme. Pero esto no es lo importante de esta historia. Lo importante es que, gracias a esto, me di cuenta de lo difícil que era para mí poner límites a las personas, como siempre me veía obligada a decir que sí a todo, temiendo parecer egoísta al no ayudar siempre a los demás.
Por esto y por otras varias razones, decidí comenzar a ir a terapia y fue entonces cuando mi psicólogo me explicó el concepto del “People pleasing”, algo que me había estado afectando toda mi vida. Siempre solía tener una necesidad de complacer a los demás, teniendo dificultades para identificar mis necesidades. Gracias a las herramientas que me dio mi psicólogo, he podido aprender a poner límites y he notado la mejoría en mi vida.
Por eso quiero decir esto: si al leer esta historia os sentís identificadas conmigo, recordad que no tenéis que dejar que agradar o complacer a los demás os afecte a vosotras mismas.