Era martes. Estaba de baja unos días por un problema de salud por lo que decidí que era buena idea dormir un poquito más de lo habitual. Tenía el móvil apagado y me disponía a pasar todo el día en el sofá viendo «Emily in Paris». A las 10 enciendí el móvil y Victoria me estaba llamando.
Martes a las 10… ¿querrá que quedemos a almorzar? Pensé.
– Dime,…
Tras el teléfono, lloraba desconsolada. A penas podía hablarme mientras oía de fondo a su madre consolarla.
– Ana se ha muerto.
Y de repente, la vida nos estaba pegando, por segunda vez, la ostia en la cara mas grande que tiene.
Y en ese momento, empezó y terminó todo.
Empezó una lucha propia por entender. Por asimilar que cuando el resto de personas están teniendo hijos, tus amigas se mueren. Por no querer aceptar que ella se ha ido y que el mundo tiene que seguir.
Y terminó un grupo de amigas que desde la pandemia habían hecho de cada pequeña celebración un festival. Un festival de fiesta, risas y sobretodo mucho amor. Nos queríamos infinito y nos lo decíamos mucho.
Ana convertía todo en risas y buen rollo. Era luz y brillaba por donde pasaba. La vida a su lado era mucho más bonita.
Y de repente no estaba. De un momento a otro se había marchado y ahora la vida se había convertido en una carrera se obstáculos y cuesta arriba.
No dejo de pensar en toda la música que ella no va a escuchar, ni los amaneceres que no va a ver, ni los abrazos que ya no vamos a poder darnos.
Y sin embargo, con todo el dolor que tengo dentro, cuando veo fotos nuestras, sonrío. Porque eso es lo que provoca ella. Porque pese a haberse ido, brilla. Y sé que mientras estemos en este lado, nos hará todo más fácil. Pero cuando crucemos al otro, nos tendrá preparado un fiestón, con la canción de «la ventanita» y un gintonic incluido.
Te quiero mucho bonita. Y te echaré de menos hasta el día que volvamos a vernos.