Reproducimos el testimonio de una seguidora que ha escrito a [email protected]
No sé por qué tengo la necesidad de escribir esto aquí. Bueno, sé que es porque necesito desahogarme. Pero el caso es que no sé por qué lo necesito. Creí llevar ya tiempo en paz con este tema, pero desde hace unos días no puedo parar de pensarlo, esta vez con una nueva perspectiva. ¿Soy yo la mala? ¿Soy una mala hija? ¿Tienen los hijos que perdonarle todo a los padres por el hecho de ser sus padres? No lo sé.
La sombra de mi padre siempre ha sido larga, más larga de lo que yo quisiera admitir. Recuerdo la primera vez que me decepcionó. Tenía apenas seis años y esperaba ansiosa que me llevara al parque como siempre hacía los domingos. Pero ese día, nunca apareció. «Cosas del trabajo», dijo mi madre con una sonrisa forzada, tratando de ocultar la tristeza que, aunque era pequeña, para mí era evidente.
Con el tiempo, esas ausencias se volvieron más comunes. Excusas vacías y promesas rotas. La botella de whisky siempre fue su compañera más fiel, más que su propia familia. Mamá trató de cubrir sus errores con amor incondicional, pero yo no podía hacer lo mismo.
Cuando llegué a la adolescencia, la rabia que sentía hacia él había crecido como una bestia dentro de mí. Sus intentos de reconciliación siempre eran demasiado tarde, siempre acompañados de disculpas baratas y promesas vacías. ¿Cómo podía perdonar a alguien que nunca demostró verdadero arrepentimiento?
Cada vez que lo veía, todo lo que sentía era un torbellino de emociones encontradas: ira, dolor, decepción. Me esforzaba por encontrar una chispa de amor filial, pero siempre era sofocada por el resentimiento.
El punto de quiebre llegó el día de mi graduación. Estaba radiante, emocionada por el futuro que me esperaba. Pero mi padre ni siquiera se molestó en aparecer. Esa fue la gota que colmó el vaso. Decidí que ya era suficiente.
Lo confronté esa misma noche. Mis palabras salieron como balas, quizá siendo un poco más crueles de lo que pretendía en un principio. Le dije todo lo que había estado guardando durante años, todas las veces que me había decepcionado, todas las heridas que me había causado. Él intentó disculparse, como siempre, pero esta vez mis oídos estaban sordos a sus palabras.
Desde ese día, corté todo vínculo con él. Me mudé lejos, tratando de escapar de su sombra y construir mi propia vida. Pero incluso ahora, años después, el dolor todavía está ahí, latente bajo la superficie. A veces me pregunto si alguna vez podré perdonarlo, si algún día podré liberarme del peso de ese resentimiento.
Pero por ahora, prefiero mantener mi distancia. Porque no puedo perdonar a alguien que nunca mostró remordimiento real, alguien que nunca se molestó en ser un verdadero padre para mí. Y aunque el perdón pueda ser liberador, algunas heridas son demasiado profundas para sanar.
A día de hoy, años después y habiéndome convertido en madre, sigo notando su ausencia. Creo que hubiera sido más fácil para mí que directamente se hubiera ido y hubiera desaparecido para siempre. Tenerle en mi vida y que aún así estuviera ausente es lo que más me destrozó la mente, tanto, que a día de hoy aún me dura.
En el fondo sé que no es culpa mía, que no pude haber hecho nada para provocar que no se involucrara en mi vida, pero aún así me lo pregunto. De pequeña, lo pensaba mucho. Quizá, si sacaba mejores notas el me daría la enhorabuena. Quizá, si se me diera mejor el deporte el vendría a verme a los partidos.
Ahora como adulta sé que eso no hubiera cambiado nada, pero una parte de mí no puede dejar de pensarlo. Y, precisamente, porque protejo y valoro a esa parte de mí es por lo que tomé la decisión de no perdonarle jamás. Si eso me convierte en una mala hija, que así sea. De todas maneras, él tampoco es un buen padre.