Como la lluvia que cae por los cristales, como las gotas que resbalan y a las cuales me quedo mirando en su recorrido, contemplando su belleza efímera, a sabiendas de que van a acabar estrellándose con el borde de la ventana. Desapareciendo. Rompiéndose.

Como la lágrima que cae hasta llegar a la barbilla, el precipicio donde estas se suicidan.

En algún momento te has convertido cauce de mí, cauce cuya compuerta ha estallado y cuya agua no puedo frenar. Agua que llena y devasta cada rinconcito de mí. Agua que llena pero no sacia.

Me hidrato de tus recuerdos, los recreo y exploto, los dilato tanto que temo perder la fina linea entre la realidad y la invención, tanto que ya no sacian, que tengo la garganta tan seca que duele.

Sin embargo hay algunos que guardo bajo llave, algunos cuya indomable perfección no son aptos para las turbias fluctuaciones de mi me mente y me niego a reproducirlos por miedo a alterarlos porque aunque sea mínimamente seria una aberración.

A veces te comparo con el silencio al final de un pentagrama justo cuando piensas que no podías respirar más.

A veces te comparo con el llanto de un neonato: sabes que va a llegar pero hasta que lo hace todo está teñido de angustia.

A veces no estás pero aunque no lo sepas me abrazas.

A veces en ese abrazo miro por encima de tu hombro pero no consigo ver absolutamente nada porque más allá de ti solo están los espejismos y las alucinaciones.

Y nunca me drogué ni fui al desierto.