Os voy a contar esta historia como si fuera un cuento, a ver si así la gente en general lo entiende mejor.
Érase una vez dos amigas, de esas que se quieren por la vida, que quedaron una tarde para darse un paseo y ya de maso comerse un helado para calmar un poco la ola de calor que arrasaba su tímida ciudad. Las dos se vieron en el punto de siempre, ambas con sus shorts y sus crop-tops, el calor era infernal. Cabe señalar aquí que una de ellas, oséase yo, soy la amiga gorda mientras que, vaya casualidades de esta vida, mi amiga es la otra cara de la moneda, delgadita, vientre plano y ni un solo resquicio de celulitis.
Pero es un detalle que siempre nos ha dado igual, nos queremos, nos gustamos, nos amamos, ¿qué más da lo demás?
Pues de estas que vamos a la heladería y optamos por darnos un paseo, a los tres minutos nos arrepeteimos, ¡qué estos bombones se van a derretir! Tomamos asiento en un banco en una sombra y en un silencio total nos ponemos a chuperretear nuestros helados.
Al rato aparece un hombre y cumpliendo con las distancias se sienta en el mismo banco. Seguimos a lo nuestro hasta que el señor rompe el silencio ‘luego nos dan los infartos’ me suelta el tipo que también os digo que no parecía ni senil ni loco, solamente se estaba metiendo donde no lo llamaban.
Le pregunto si lo he escuchado bien y me dice que sí, que lo mismo debía cortarme comiendo helados, que en unos años me iba a arrepentir. Miré a mi amiga y nos levantamos, allí se quedó con la palabra en la boca y yo con buena parte de mi cucurucho metido en ella.
Qué huevazos tiene la gente, de verdad. FIN.