Sándwish de kétchup

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  • Molly Moon
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    Molly Moon on #856681

    Mi familia es una familia humilde. Y como tal nunca hemos disfrutado de grandes lujos. Y esa falta de lujos quedaba a la vista en nuestra despensa. Pero esto nunca fue un impedimento a mi TCA. Trastorno de la Conducta Alimenticia.

    A mis nueve años abrieron un Mercadona al lado de mi casa. Y yo iba cada tarde a la salida del colegio con mi amiga MariCarmen -otra de las chicas gordas de la clase como yo- a comprarnos tabletas de chocolate con dinero robado a nuestras madres. Comprábamos todo tipo de tabletas, desde un clásico chocolate con leche a algunas más fantasiosas como, por ejemplo, rellenas de lacasitos. Y nos íbamos a la esquina que estaba enfrente de una de las dos entradas del supermercado, entre su casa y la mía, a aprender a acallar nuestras emociones con bocados agigantados de chocolate. Era nuestro momento favorito del día. Y así dábamos sentido a los insultos que nos habían regalado nuestros compañeros de clase. Nunca demasiado duros ni insistentes porque siempre fui una chica con la suficiente mala hostia para que no se atrevieran a mucho más conmigo. Pero sí para que siempre fuera de las últimas en ser escogidas cuando jugábamos al balón prisionero en el recreo o que en las listas en las que los niños decidían quiénes eran las más guapas mi nombre nunca apareciera.

    Pero esta no es la primera historia que recuerdo de mi enemistad con mi cuerpo. De hecho, fue unos años antes, cuando mi madre me hizo notar que mi cuerpo era diferente y que, por tanto, debía aprender a disimularlo para que nadie sufriera viendo el horror de los rollitos que cubren mi espalda. Fue en mi séptimo cumpleaños, cuando las madres de mis amigas me regalaron un precioso suéter rosa de lycra de manga francesa con tres flores azules cosidas en el borde inferior. Era el mismo suéter que ya habían regalado a mis compañeras que ya habían celebrado sus cumpleaños. Recuerdo a una de las madres de mis amigas diciéndole a la mía que era la talla más grande, pero que si no me quedaba bien, podía cambiarla por otra cosa. Yo, que andaba ávida de poder llevar el suéter del momento, me lo probé y para mi regocijo descubrí que entraba en él sin mayor problema. Supongo que es lo que tiene la lycra que se estira hasta el infinito. Salí del baño de la pizzería donde celebraba mi cumple, feliz y todos me dijeron lo guapa que estaba. Pero no mi madre.

    En ese momento no me dijo nada. Simplemente, levanto el morro, en ese gesto tan característico suyo que irremediablemente he heredado, dejando claro que no estaba conforme con las demás opiniones. Fue al llegar a mi casa cuando me puso delante de un espejo para enseñarme como la lycra es una tela traicionera que se pega a la piel mostrando los pliegues que no debieran de estar allí o que, al menos, no deberían ser vistos. Aquel día apenas presté atención a sus palabras, hasta que unos días después, el día que celebrábamos mi cumpleaños con la familia, decidí ponerme mi suéter rosa con la ilusión habitual de una niña que estrena ropa. Mi madrina (quien, pese a tener el título de “madrina” no tiene vínculos sanguíneos con mi familia, sino que es una antigua amiga de mi padre) me dijo qué que guapa estaba, pero mi madre le replicó que estaba “estallona” (uno de los adjetivos calificativos favoritos de mi madre), a lo que mi abuela y mi tía materna asintieron. Nunca más me volví a poner aquel suéter rosa.

    Mi abuela murió hace apenas unos meses. Nunca tuve una buena relación con ella. Pero es cierto que estoy consiguiendo honrarla tratando de recordarla más por lo bueno, que por lo malo. Aunque para ser más exactos, no recuerdo tanto lo bueno que hizo por mí -si es que lo hizo-, sino aquellas cuestiones innegablemente loables en ella. Vivió la Guerra Civil de niña. Y la postguerra de adolescente. Hija de un militar que rehusó adherirse al levantamiento, fue condenado a prisión cuando Franco se instauró en el poder. Mi abuela le visitaba asiduamente en la cárcel de Pamplona en la que le encerraron. Un tiempo después, condonada la pena, toda la familia se trasladó a Barcelona donde mi abuela ingresó en la Facultad de Letras, especializándose en Semíticas. Y doctorándose más adelante en las mismas aulas en las que años después yo misma estudiaría. Su casa estaba llena de ejemplares de clásicos de la literatura en las viejas ediciones de Aguilar de cubierta de cuero y hoja de Biblia. Siempre que la visitaba me recitaba poesías de Bécquer. También era capaz de declamar los primeros versos de las Metamorfosis de Ovidio en latín.

    Pero pese a que procuro recordarla desde esta perspectiva de mujer fuerte, moderna y docta, lo que más impronta hizo en mi crecimiento fueron las largas tardes que pasamos entre los probadores del Corte Inglés de la Castellana reprochándome que mi cuerpo no cupiera en las tallas de niña en las que se suponía que debía entrar. Sin pretenderlo mi cuerpo había decidido rebelarse a la dictadura de las tallas, lo cual angustiaba enormemente a mi abuela quien no conocía otro alimento distinto a las judías verdes y el pescado hervido. Paradójicamente, al caer la noche, mientras veíamos juntas los programas de cotilleos de la parrilla nocturna de Telecinco que en mi casa no me permitían, ella se escapaba a la cocina a por palmeritas, magdalenas, soletillas… Y así, pasábamos las horas, entre bollería industrial y telemierda hasta altas horas de la madrugada. Pero a la mañana siguiente siempre volvía a ridiculizar mi cuerpo no normativo.

    Y así fue como aprendí a ir a escondidas a la despensa de mi casa. Una despensa humilde en la que apenas se podía encontrar nada especialmente rico, pero que no por ello evitaba mis atracones. Y es que uno siempre encuentra qué comer. Y mis atracones de niña de clase media era de pan de molde con kilos de Kétchup de marca blanca como los de la protagonista de los libros de Molly Moon.

    Y así fue como descubrí que la comida me liberaba de mí convirtiéndose en la primera de mis equivocadas estrategias de regularización.
    Hoy tengo muchas más: el alcohol, los ansiolíticos, la masturbación, las plataformas de streaming… Pero sigo pidiendo un Glovo cada vez que la ansiedad me devora. Y sigo asqueándome en los probadores de las tiendas cuando los espejos me devuelven el reflejo de mi cuerpo deforme.


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    Loversizers
    Superadministrador
    Loversizers on #856699

    Me ha removido TODO. Uno siempre encuentra qué comer…
    Un abrazo amiga

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    Molly Moon
    Invitado
    Molly Moon on #856704

    Qué bonito ha sido saberme leída <3 (es la primera que comparto algo de lo que escribo y saber que alguien ha sentido conmigo es muy muy emocionante)
    ¡Un abrazo!

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    aida
    Invitado
    aida on #856706

    pues envía más cosas! quiero leerte!

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    Nefertiti
    Invitado
    Nefertiti on #856775

    Yo también sustituí el queso de los sandwiches por keptchup cuando leía los libros de Molly Moon. Ahora me da asco de solo pensarlo, pero la niña hacía que pareciera apetitoso

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    Molly moon
    Invitado
    Molly moon on #856780

    Te tomo la palabra ^^

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    Kika
    Invitado
    Kika on #858502

    No estás sola. Aquí una que también devora sus emociones.

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    Anonima
    Invitado
    Anonima on #858528

    A mi también me pasó pero superé el TCA cuando superé otras muchas cosas en terapia.

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    Anonima
    Invitado
    Anonima on #858663

    Hola, que identificada me he dentido leyéndote,en todo… De que te regalen ropa pero tu familia te diga que te queda mal, momentos de niña en los probadores que tuviese la ropa es pequeña pero te hacen saber que es culpa tuya, pero en otros momentos cese sobrealimentan ellos mismos… Y si, el buscar cualquier cosa d comer. Como tú sigo teniendo mis momentos de ir a la defensa de mi casa a ver qué hay, que por lo menos en el supermercado tengo la voluntad de no comprar nada, pero como dice siempre acabamos encontrando algo

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