Hasta que mis pies no tocaron el suelo, no supe en qué tipo de realidad me encontraba esta vez. Hacía ya un tiempo que no me tomaba la libertad de volver a sentirla. Llegué a un mundo real, o al menos lo parecía, al menos porque yo sabía que estaba ella. Un ser diminuto, pero con el corazón más grande que había visto jamás. Recuerdo la manera en que sus pequeñas alas se extendían como si de raíces se tratase, poseía la piel más delicada y aterciopelada del mundo, o al menos de este; su movimiento era tan sutil que ella y el viento formaban uno solo. A su lado, las horas me parecían instantes, hacía mi existencia un poco más soportable. Su sedoso cabello enredado en lirios me acariciaba la piel, me hacía dudar de mi propia existencia, porque en ningún mundo en el que yo viviera podría existir un ser tan bello. Mi admiración por aquella criatura siempre había sido mi debilidad, y quizá ese fue el factor que alteró mi resultado.

Hace días que no conseguía captar su inconfundible aroma a lluvia, su esencia se había evaporado de este mundo, o al menos del mío. Cuándo llegué allí donde siempre la encontraba, en una pequeña arboleda que pertenecía a las afueras del Bosque de los Olvidos, y dejé que mis pies me llevasen hasta ella, no se movieron, y no pude oír ni un solo ruido a kilómetros. La había perdido. O más bien, la había olvidado durante demasiado tiempo. Siempre solía viajar aquí en momentos de cólera, agonía, tristeza o simple soledad, en esos momentos en los que no te quieres reconocer a ti mismo.

Estuve horas, incluso días lamentando su pérdida, me maldecía por haber sido tan ignorante como para profanar su existencia por años. Entonces caí en la cuenta que los lamentos eran simples fragmentos de la impotencia que sentía al no poder recoger las aromáticas flores de su pelo, y decidí salir a buscarla sin más. Recorrería todos los océanos del universo por ella si hiciera falta.

En uno de los muchos viajes que hice por el nuevo mundo, me encontraba en una de las ciudades costeras más conocidas del universo, la ciudad de Maldea, famosa por su Oráculo conocido principalmente por encontrar todo aquello que se había perdido. El problema que me encontré al llegar allí, y que el Oráculo me explicó con absoluta claridad, era que ella no se había perdido, sino que yo había dejado de buscarla, y me reprochó con desprecio que ante la profanación de los seres no tenía remedio, y tuve que resignarme a deshacer todos los caminos que creía que iban hacia ella.

Antes de volver a casa, o aquello más parecido que tenía a un hogar, decidí viajar a aquella olvidada arboleda donde solía encontrarla, y dónde pensé que aún podría encontrar su aroma. Cuando llegué todo seguía igual, ni un solo ruido a kilómetros, el único sonido que me acompañaba era mi exhausta respiración. Decidí encaminarme hacia nuestro lugar favorito, el lago de Gnar, un lago en el que la luna se admiraba cada noche, y dejaba a aquellos valientes que se acercaban a ella solamente observar. A lo lejos atisbé una pequeña luz amarillenta que se movía con la forma en que solo ella lo hacía, hasta llegar al punto en que ella y el viento fueron uno solo, y antes de que mi vista la pudiera alcanzar, esa pequeña luz se esfumó.

Nunca sabré si aquella luz que vi hace años fue su alma que había dejado este mundo y venía a visitarme a nuestro lago, o simplemente fue mi desesperación por sentirla ante mí, y ver que ciertamente se había esfumado, para que la dejara de buscar. Y desde aquel entonces que por fin la había recordado, le prometí no volver a olvidarla jamás.