Os puedo jurar por lo más sagrado que esta historia es verídica, como que la sufrí en mis carnes la semana pasada y desde entonces estoy pensando en venir aquí y contaros lo patética que puedo llegar a ser.

Para que me entendáis, yo trabajo en una plataforma inmensa de atención al cliente. Debemos de ser algo así como 500 trabajadores, cada uno en su pequeño cubículo. Realmente no nos conocemos todos, mucho tenemos ya con tener relación los 10-15 que formamos cada departamento/campaña. Llevo en la empresa 5 años (muy a mi pesar) y odio con todas mis fuerzas lo que hago, pero si quiero comer y tener una vida más o menos estable es lo que me toca.

Quizás por ese motivo cada mañana a las 7:00 cuando me suena el despertador me levanto cada vez con menos ganas. Rebuzno un rato, pienso en cómo podría pagar el alquiler, los suministros y la comida sin mi horrible sueldo, y al certificar una vez más que los números no me dan me dispongo a ponerme en pie maldiciendo al mundo. Soy un puto demogorgon, os lo aseguro.

‘Salchichón’ es mi gatete, mi único compañero de piso y de vida, esa bola de pelo que me mira cada mañana mientras me como mis ásperas galletas. ‘Salchichón’ mola mucho, aunque temo que cualquier día decida abandonarme por triste. Es que os prometo que mi vida es del todo menos divertida. De hecho empiezo a pensar que mi gato sabe perfectamente que sin él mi existencia tendría cero unidades de sentido.

Y ahora que ya sabéis que soy una triste que tiene un gato con nombre de embutido ya podréis entender mucho mejor cómo fue ese momento en el que me senté ante mi ordenador y, tras saludar a mi compañero de al lado, procedí a abrir mi inmenso bolso para darme cuenta de que mi pequeño ‘Salchichón’ se había venido a la oficina. No sé en qué momento el muy calamidad había decidido que dentro de mi Luisvi de imitación era bueno estar, y yo que siempre voy con el tiempo pegado al culo lo único que hice esa mañana fue cerrar el bolso y tirar para el coche como alma que lleva el diablo.

Había que ver al pobre de ‘Salchichón’ pensando en qué cojones estaba pasando por mi cabeza para darle aquel viaje tan inesperado, a él que cuando lo monto en el trasportín se pone como una moto. Lo que pasa es que entre las prisas, la radio del coche a todo volumen y el ruido de mis tacones allí a dónde iba, lo último que escuché fueron los maullidos del pobre gatete.

Cuando lo vi allí metido quise morirme. Me miró con cara de pocos amigos como diciéndome que era la peor Karen del mundo y me iban a dar mucho por culo, pero el caso es que le pedí perdón susurrando (ayyyy quien me viera hablándole al interior del bolso) y le pedí que estuviera quito un ratito. Ratito de algo así como tres horas, hasta que tuviera mi descanso largo. Puse el bolso entre mis pies y opté por dejar entrar un poco de aire para que ‘Salchichón’ no muriese asfixiado. Yo solo rezaba porque sus patitas no se asomaran de más o que sus maullidos no llamasen del todo la atención.

A media mañana salí corriendo al baño y procedí a encerrarme en el baño para darle de beber. Una de mis compañeras me notaba rara y solo me preguntó si todo iba bien, tuve que enseñarle a ‘Salchichón’ y ella opinó o mismito que yo: mejor esconderlo, nuestra supervisora podía matarme si veía a mi gato en la oficina. Ella es así, una odiadora nata de todo lo que no tenga que ver con ventas y buenos resultados en el trabajo.

Y la verdad es que la jornada fue más o menos tranquila, incluso llegó un punto que hasta olvidé que ‘Salchichón’ estaba allí conmigo, al menos hasta que de pronto, mientras atendía una llamada, escuché a una de mis compañeras gritar ‘¡Ostias! ¡Un gatito!’. Giré rápidamente la silla y vi como el pequeño embutido se acercaba lentamente a la silla de mi supervisora. Nunca he tenido tantas ganas de morirme, y un poco de reírme a la vez, porque era evidente que ‘Salchichón’ veía a aquella mujer como una presa a la que cazar.

No me lo pensé dos veces, di un tirón a los auriculares (que se desconectaron y con ello mi llamada también) y me abalancé sobre ‘Salchichón’ antes de que ocurriese un accidente. Allí me fui al suelo, cubriendo con cuidado el cuerpo de mi gato, mientras mis compañeros alucinaban y mi colega se desorinaba encima de la risa. Todos se preguntaban qué estaba pasando y en ese momento mi jefa me vio allí tirada, al lado de su silla, mientras yo disimulaba mal, muy mal.

Ojalá haberme despertado de esa pesadilla en aquel momento, pero no. ‘Salchichón’ maulló fuerte, como riñéndome por robarle la libertad, y yo decidí imitar su maullido esperando que mi supervisora me dijese que muy bien el espectáculo y que un aplauso para mí. Pero tampoco. Se levantó y me pidió que hiciese lo mismo, y allí todos pudieron ver al pobre de ‘Salchichón’ que no sabía muy bien dónde meterse. Lo tomé entre mis brazos y solo le pedí a mi jefa que mejor no preguntase. Preferí no darle a ella las explicaciones e irme directamente a recursos humanos, donde al menos las trabajadoras tienen un poco más de empatía que la siesa de mi supervisora.

No se lo podían creer, unas se reían, otras me decían que es imposible ser tan despistada… Al menos salí de aquel despacho como si nada hubiera pasado e incluso el pequeño ‘Salchichón’ tiene ya todas las papeletas para convertirse en la mascota de la empresa. Vamos, que mientras yo pasaba una jornada de pesadilla él se los metió a todos en el bolsillo.