Reproducimos el testimonio de una lectora enviado a [email protected]
Con 16 años tenía cuerpo de culturista y no había quien le aguantase. Le conocimos porque empezó a salir con mi amiga Lara y ese era también el único motivo por el que le soportábamos, porque a ella se la veía feliz con él a pesar de que sólo parecía saber hablar de calorías, gym, grasa, carbohidratos y volumen. Y es que Sergio, que así se llama el protagonista de esta historia, había empezado a ir al ‘’gym’’ de su primo, y digo ‘’gym’’ porque consistía en máquinas que había ido metiendo en el garaje de su casa y en clases que daba a su primo y a sus amigos, quienes se fiaban de él porque estaba ‘’como un potranco’’, y como estaba ‘’como un potranco’’ se veía con la potestad de dar clases sobre ejercicios y nutrición a pesar de no tener formación alguna. Así, y como él también se había puesto ‘’como un potranco’’ siguiendo las directrices de su primo, Sergio se creía con derecho a dar su opinión sobre si alguien del grupo se comía un donut o un helado, sobre si estábamos demasiado delgados o según él nos sobraban unos kilos y sobre qué ejercicios deberíamos hacer según él, que con esa edad se alimentaba de pollo a la plancha, arroz blamco y claras de huevo y se enfadaba con su madre si osaba tratar de que variase un poco su dieta. La verdad es que nosotros a esas edades no nos dábamos cuenta del problema que tenía, nos limitábamos a aguantarle con resignación y a responderle ‘’que sí, Sergio, que sí’’ cuando se ponía muy pesado por no mandarle a freír espárragos.
Con el tiempo y las vicisitudes de la vida fuimos perdiendo el contacto, yo corté con el noviete que tenía por aquella época, quien era también uno de sus mejores amigos, y Lara y él se mudaron a otra ciudad para estudiar, así que durante bastantes años apenas supe de ellos, ya que tampoco es que fueran muy activos en redes sociales. Por eso, la primera vez que me encontré con ellos años después a Lara sí que la reconocí, pero a Sergio…vamos, que de primeras pensé que era otra persona, con eso os lo digo todo. Y es que Sergio, el que con 16 años parecía campeón de culturismo, estaba gordo, pero no ‘’regordete’’ o ‘’fofisano’’ como se decía hace unos años, no: gordo. Nos saludamos con mucha alegría después de tantos años, ellos acababan de llegar a la ciudad para pasar unos días y yo no tenía prisa, así que paramos en una cafetería próxima para tomar algo y ponernos al día mientras esperaban al padre de Lara, que había quedado en ir a recogerlos y había avisado de que iba a tardar un poco más de lo previsto.
Cuando pedimos, él se pidió un café y un cruasán relleno de chocolate y yo no fui capaz de contener la cara de sorpresa, porque el Sergio que yo había conocido no sólo no se hubiera pedido algo de bollería, sino que hubiese dado la lata hasta la extenuación a quien se lo hubiera pedido, y fue precisamente mi falta de discreción lo que les arrancó una carcajada a ambos y motivó que me contase el proceso que le había llevado a cambiar su mentalidad. Y es que al llegar a la ciudad en la que iban a estudiar Sergio se apuntó a un gimnasio con la idea de seguir con el ejercicio a tope y con sus dietas absurdas, pero finalmente las responsabilidades de la vida adulta se impusieron. Las familias de ambos les ayudaban económicamente en lo que podían, pero Madrid es muy caro y no llegaban a pagar el alquiler, comida, gimnasio y estudios, por lo que ambos empezaron también a trabajar.
La falta de tiempo y de dinero motivó que Sergio priorizase y dejase el gimnasio, y también que dejase la dieta y empezase a comer un poco más de todo, porque además Lara ya le había dejado claro que ella no iba a modificar su dieta y que cuando la tocase cocinar no iba a hacer platos distintos para cada uno por capricho. Su cuerpo empezó a cambiar y fue muy duro para él: me contó que se miraba al espejo y no se reconocía, que se negaba a ver michelines donde antes tenía un abdomen en el que se podía rallar queso y que para colmo el cambio había sido muy rápido, pues bajo las directrices de su primo había seguido una dieta llena de suplementos absurdos y al dejarlo de golpe le había hecho efecto rebote. Tuvo que empezar a ir a terapia , y fue su psicóloga la que puso nombre no a lo que le estaba pasando por el cambio, sino a lo que le había llevado a machacar su cuerpo de esa manera: vigorexia.
Ella le estaba ayudando a darse cuenta de que es natural que el cuerpo cambie y que quererse y cuidarse no tiene por qué implicar estar delgado, que forzar a su cuerpo hasta la extenuación sin alimentarlo correctamente no es sano y le había recomendado consultar con un nutricionista para implementar una dieta completa y equilibrada. Y sí, estaba gordo, pero podía disfrutar de un cruasán de chocolate sin sentirse culpable, sin la necesidad de ponerse a entrenar como loco al llegar a casa para quemarlo, y además, según me contó, sus analíticas estaban mejor que nunca. Me contaron también que ambos se habían apuntado a clases de natación, ya que a Lara le venía bien por problemas de espalda y él nunca había aprendido a nadar bien, así que habían aprovechado para hacer deporte juntos y para que Sergio se reconciliase con el deporte, pues la relación que había tenido con el deporte hasta entonces había sido la de herramienta de castigo y para moldear el cuerpo, no la de algo que se disfruta y de lo que se aprende. Le vi mejor que nunca, además de que aquel chico puntilloso con la comida había quedado muy lejos y la mejora en su salud mental también se notaba en su forma de socializar. Me alegré sinceramente por él y sé que tuvo que atravesar un proceso muy duro, pero sin duda mereció la pena.