Reproducimos un texto que nos llega a [email protected]
Debo escribir esta historia antes de que mi mente, por supervivencia, borre los detalles.
Soñé una historia de amor de esas que solo se ven en las películas.
Le conocí hace algunos años en un viaje a Marruecos. Él fue mi guía en el viaje, un viaje divertido lleno de emociones y de sensaciones. Pensé que ya no volvería a visitar el país, pues había estado varias veces.
Pero mi vida cambió. Mi estabilidad laboral y emocional se rompió y me vi de la noche a la mañana inmersa en un lugar oscuro del que no conseguía salir. Pasé más de un mes sin salir de la cama, sin comer, sin ducharme, sin dormir…
Entonces él me escribió y me propuso ir a visitarle unos días. Iba a estar de vacaciones y podía acompañarle. No habría plan. No sería un viaje organizado. Simplemente pasaríamos esos días en el desierto, descansando.
Parecía una locura. Irme sola con una persona que apenas conocía a un país oriental sin tener ningún plan. Pero, ¿a caso no era peor seguir en la cama dejándome morir?.
Mi familia y amigos pensaban que estaba loca, pero no pudieron detenerme. Y me marché.
No estaba nerviosa. No tenía nada que perder.
Me recogió en el aeropuerto trayendo consigo las cosas que le pedí, unas simples botellas de agua y una SIM. En realidad no me faltó agua embotellada en todo el viaje.
Y ese día iniciamos nuestro camino de 10 días bajo el lema “a donde nos lleve el viento”.
Qué bien me sentía. Tranquila. En paz. Horas de carretera por delante, rumbo al desierto. Paramos la primera noche en algún lugar enmedio de la nada para descansar. No recuerdo cómo, pero surgió un acercamiento inesperado, intenso y agradable. ¿Con qué cara iba a mirarle a la mañana siguiente? Por suerte el día transcurrió de manera muy natural. Y a partir de aquél día la conexión fue más acentuada. Amigos de día y amantes de noche, como dos desconocidos que anhelaban esa sensación de cariño con todos los tintes eróticos permitidos por aquella barrera cultural que nos separaba.
Vi las estrellas de día y me las bajó del cielo en la noche. Volví a sentir la vida. Sus manos acariciando las mías, tirando de cada uno de mis dedos con suavidad. Su piel era fina, suave, tersa, delicada. Sus labios el mayor refugio en aquél lugar.
Me enseñó otra forma de vivir donde la gente no tenía nada. Conocí otra realidad de esas que los occidentales solemos ignorar. Me preguntó si después de haber visto todo aquello me sentía afortunada y feliz. Pero mi respuesta no fue ni la que yo misma hubiese esperado. Comprendí que la felicidad no era tener todo lo material a mi alcance, sino ser libre, no necesitar, vivir en paz.
Qué diferentes éramos. Qué lecciones tan valiosas me estaba dando.
Me enseñó tantísimas cosas. Naturaleza pura y salvaje. Gente auténtica con buen corazón. La cara de felicidad de un niño al recibir unos zapatos.
Huímos de la hiperestimulación de occidente y conecté con la Tierra, con mis pies descalzos en la arena. Hay sensaciones que no pueden transmitirse con palabras. Al menos yo no sé hacerlo.
Fui feliz. Me regaló la energía que necesitaba para poder continuar.
No nos despedimos. Solo hubo un corto abrazo y un beso en la mejilla. No miré atrás pero rompí a llorar.
Ahora ya solo es un recuerdo de lo que al principio he llamado sueño, pero fue real. Fue real.