Desde que tengo uso de razón y mirando las fotografías de pequeña a partir de los 6 o 7 años, siempre he sido una chica con talla grande. Soy alta y corpulenta y siempre he destacado por mi buen rollo. Midiendo 1’75 y pesando 98 kilos hace unos meses. Siempre he sido el entretenimiento allí donde iba (del bueno, no de ser el blanco de las risas) y solo he tenido complejo a la hora de ir a la playa. La verdad es que, para que mentir, nunca he tenido la autoestima baja ya que he sabido seleccionar los mensajes positivos de la gente en lugar de quedarme con los insultos o desprecios.

Aun así, por salud, desde pequeña he recorrido varios endocrinos, nutricionistas, vendehúmos, dietas buenas, malas, mitos… He hecho todo lo que ha estado en mis manos hasta hace unos meses para bajar de peso y conseguir estar y tener una imagen sana. Como decíais en vuestro libro, no todas las gordas somos comebollos y mi historia va de eso precisamente.

Hacía casi un año que tenía mal cuerpo y mala cabeza. No por los kilos que me sobraban, sino una especie de desmayos y más ansiedad de lo normal y con unas analíticas encontraron que tenía el azúcar más alto de lo que debería tenerlo cualquier persona. Además, el buen rollo que me caracterizaba se había esfumado sin recordar en el momento en que se fue. Sin más, y otra vez haciendo hincapié en mi gordura, decidieron diagnosticarme como diabética tipo 2 (de las de pastillitas) y olvidarse del tema. Sólo una gorda más, otra vez.

Por casualidad y por culpa de la boda de mi hermano que ya se acerca, decidí darme la última oportunidad para empezar de nuevo una dieta y escuchar lo mismo en otra endocrina. Otra cosa no, pero la teoría sobre la vida sana me la sé de memoria: “lo principal es deporte y comer bien. Come sano y quema calorías y verás como tu cuerpo cambia y te sentirás mejor”. Bien, a mi nunca me ha funcionado.

Me equivoqué por completo esta vez. Mi nueva endocrina, cuando entré por la puerta, me rompió los esquemas. Le conté que tenía el azúcar alto desde hacía aproximadamente un año y pensé que haría lo de siempre, mandarme a un nutricionista y empezar una vez más con la dieta y el deporte. Sin embargo, ella ya sabía lo que me pasaba. Me mandó analíticas por un tubo para comprobar si aquello que tenía en mente y que aún no me había dicho era cierto.

Mis analíticas fueron un desastre pero afortunadamente (y digo afortunadamente porque necesitaba saber qué le pasaba a mi cuerpo serrano) acertó con su diagnóstico: síndrome o enfermedad de Cushing. El cortisol salía muy alto y el azúcar y las hormonas revolucionadas.

cushing

Me explicó que cuando el cortisol está alto es porque hay algo en las hormonas que hace que el cuerpo genere más cantidad de la que necesita el cuerpo. Eso hace que estés hinchada todo el tiempo, como si fueras a prender el vuelo como un globo de dora la exploradora de los que venden en la feria. La palabra de después y la que todo el mundo teme: tumor.

Ellos lo llaman microadenoma, para hacértelo más pequeño, pero cualquier cuerpo que haya de tejido es un tumor. Microtumor si quieres, pero tumor al fin y al cabo. Un microtumor que podía estar en las glándulas suprarrenales (que están situadas en la parte superior de cada riñón y producen hormonas) o en la hipófisis (que está en la base del cráneo y se encarga de controlar la actividad de la primera glándula). Mi microadenoma estaba en la hipófisis, en mi cabeza.

Es una enfermedad algo rara y difícil de diagnosticar ya que la mayoría de veces a las gordis nos mandan hacer dieta y ya te apañarás.

Los síntomas que tenía desde hacía muchísimos años y que todos tenían explicación por separado y que resultaron ser síntomas de esta enfermedad son los siguientes: falta de menstruación o menstruación irregular, en su día me dijeron que podía tener los ovarios poliquísticos. Obesidad. Caída de pelo sin sentido alguno. Exceso de vello en lugares donde no deberían crecer (patillas, barbilla, etc.). Joroba en la espalda, para que nos entendamos, una especie de bulto de grasa debajo de la nuca. La cara inflada, roja y redonda como la luna. La barriga grande como de aspecto de embarazada y sin embargo las extremidades delgadas. Niveles de cortisol y de azúcar altos. Carácter variante y depresión. Estrías de color púrpura o aperlado. Seguramente habrá excepciones y alguna gente tendrá más o menos síntomas.

Todo. Lo tenía absolutamente todo. Cuando la endocrina me enumeró todos los síntomas me quedé en blanco: ¿cómo podía ser que con tantos endocrinos que había visto nunca me hubieran detectado esto? ¿Cuántos años hacía que tenía un tumor donde fuera que lo tuviera y nadie se había dignado a hacerme una analítica completa?

Bien. Cogí aire y asumí como pude que mi gordura a mis 27 años era por una enfermedad de la que había posibilidad de salir aunque fuera difícil.

Fui diagnosticada en diciembre de 2015. Microadenoma de 2mm en la hipófisis. ¿Medicación? Dicen que funciona hasta que deja de funcionar. ¿Qué más opciones tenía? Operarme y sacarme el microadenoma. Qué grande me venía ese nombre y lo experta que he tenido que hacerme.

Tras unos meses de resonancias magnéticas y de consultar con los neurocirujanos que consideré (vivo en Palma de Mallorca, no hay muchas opciones) elegí el que más confianza me dio y tiré para adelante.

Día 11 de abril de este año 2016 me metí muerta de miedo en un quirófano para que me extirparan el microadenoma y con suerte, empezar a superar esta enfermedad. A que todos los síntomas que he definido antes, físicos y psicológicos, vayan desapareciendo con los meses. A partir de aquí, lo único que se es que tendré que hacerme pruebas cada año ya que a pesar de haber un 82% de gente que se cura, el porcentaje que sobra es de gente que tiene que pasarse el resto de su vida tomando suplementos para aquellas hormonas que se han visto afectadas, gente que ha vuelto a tener un microadenoma al paso de los años…

Moraleja: las palabras dieta y ejercicio son la clave, sí, pero si hay algo que no te cuadra, como me ha pasado a mi siempre, busca un buen endocrino, pide que te haga analíticas y que rebusque donde haga falta. A veces los kilos no son cuestión de comer mal y estar todo el día en el sofá como piensan la mayoría, a veces el cuerpo te manda señales y hay que escucharlas.

Ángela Capó