-Si los dos tenemos Tinder instalado, es por algo.

Eso firmaba mi bio de Tinder hasta ayer. Si el usuario llegaba hasta el final de las quinientas palabras que Tinder te permite para describirte, si parecía tener la sana intención de conocerme, acababa topándose con mis intenciones. Igual esa frase me ha hecho perder a alguna persona interesante. Soy consciente de ello. Antes tenía una frase aún más sutil –Amigos ya tengo- pero me vi tantas veces dando explicaciones obvias que la cambié.

No soy de las que creen que una app me vaya a ofrecer al hombre de mi vida. En realidad creo que el hombre de mi vida ya ha pasado por ella, y he vivido una historia de amor preciosa que duró años y nos dio a los dos mucho tiempo de risas y felicidad.

Pero resulta, queridas, que los cuentos terminan con una cazuela de perdices templada y el sonido de una claqueta. ¿Y qué pasa con las princesas después? ¿Qué pasa con las rutinas? Algo más de tres años a su lado, maravillosos, sí, pero con él, hicieron que me olvidase por completo qué era ser yo. Una persona a título individual que ha olvidado completamente qué quiere y a dónde va. Imaginaos, si olvidé como se debía querer a un hombre maravilloso, cuánto olvide cómo me debía querer a mí misma.

Y tengo la suerte de poder decir y repetir que él era genial: porque otras no la tuvieron. Y en su amor idílico, ellos aprovecharon para hacerlas cada día más pequeñitas y sentirse así más grandes. Autoridades en la materia de amar, y autoridades en lo que ellas podían o no hacer o decir. Me repateaba tanto cuando me decían mis amigas que no tocaban ciertos temas, o no se vestían de cierta forma, o iban presionadas a sitios en los que no querían estar… Individuos que las necesitaban como mujer florero, como muestra de hombría, un trofeo de caza entre los neandertales: a ver cuál de ellos tenía la novia con las piernas más largas, la boca más cerrada, o la cintura más estrecha. Estaban a centímetros de mirar la calidad de sus dientes como si fuesen yeguas.

Si la chica ya pesaba algo más de la cuenta ya no sólo era él, ya era el conjunto de su entorno el que se ponía de acuerdo en demostrarle a la muchacha lo equivocada que está pretendiendo ser feliz más allá de la 44. Porque tu altura no importa, ni tu masa corporal o muscular. Importan las cifras. Y si la 44 te manda a la sección tallas grandes, o premamá, querida, estás jodida.

Voy a romper una lanza a favor de esos números cada vez más grandes: a mí las tallas me sumaban felicidad. Eran cenas con él, era probar nuevas cosas, era no moverme de su cama, era no salir de ese paraíso que con cariño y bajo presupuesto nos habíamos montado.

Hoy, casi un año después de nuestros mejores momentos, entro en una 38 con facilidad, y son las mismas caderas que rezumaban alegrías en una 46 si eran cogidas por sus manos. Más delgadas sí, pero también más solitarias y más tristes. Pero más acordes con lo que se nos exige socialmente. Meses de tristeza y de centrarme, o intentarlo, en proyectos muy personales me han pulido poco a poco en lo que los demás esperan que sea. Una universitaria mona. Una veinteañera que a falta de sentir, a falta de velas y rosas firmaba con un –amigos ya tengo.

Pero lo he terminado quitando. Ahora que vivo en un experimento constante, voy a probar a tener amigos sin usarlos de excusa. Voy a probar si todavía recuerdo un poco cómo era eso de apostar por algo. Empezando por apostar por mi.

Maryanne Dwight