Se suele decir que todo el mundo tiene una amiga que es una mala influencia, y si no la tienes es que eres tú. En mi caso tenía muy claro que mi amiga Marta era ese tipo de amiga a la que se referían esos refranes. Con ella todo terminaba siempre en desastre.

Es una chica guapa y con pasta. Hija de padres bien, con un trabajo en el que echa pocas horas y gana mucho dinero. La envidio sanamente por ello, todo hay que decirlo. Siempre va vestida a la última y no se pierde una fiesta.

Somos amigas desde que tengo memoria. En el colegio ya me metía en líos porque le gustaba gastarle bromas a la maestra. Un día se le ocurrió llenar bolsas de tierra y cuando la profesora se despistó, las volcó en los cajones de su mesa. Cuando en clase, la maestra abrió uno de ellos para coger una tiza y vio la que tenía liada, se enfadó mucho y claro, Marta que no le tenía miedo a nada se partía de la risa. No hicieron falta muchas pruebas para demostrar que ella había sido la autora de aquella fechoría y como yo siempre estaba con ella, también pringué.

En la adolescencia siguió con esos comportamientos traviesos y rebeldes. Fue la primera en empezar a beber. Como tenía dinero y parecía mayor no tenía problemas para comprar bebidas alcohólicas. En una de las fiestas de pijamas que organizó en su casa no se le ocurrió otra idea que preparar una sangría que supuestamente era sin alcohol, pero que aliñó con todos los licores que se le pasaron por la cabeza.

Aquello fue un espectáculo. A las tres de la mañana allí estábamos, las ocho invitadas a su experimento, borrachas perdidas y vomitando como si fuésemos las niñas del exorcista. Y no es que yo fuese una santa, a veces me hacían gracia sus trastadas, pero es que a Marta se le iban de las manos, y como nunca sufría represalias por lo que hacía, pues cada vez inventaba cosas más descabelladas.

Unos años después, ya de adultas, fuimos un día juntas de rebajas. Habíamos tomado café y nos apetecía dar una vuelta por el centro comercial. Entramos en una tienda de ropa y nos estuvimos probando cosas. Todo parecía normal hasta que, al salir por la puerta, la alarma saltó y antes de que nos diésemos cuenta dos guardas de seguridad nos dieron el alto. Yo no entendía qué estaba pasando. Al principio pensé que me habría puesto algún artículo en el bolso sin que me diese cuenta.

Le iba mucho la guasa, supuse que pensó que si nos pillaban diríamos que había sido sin querer y todo quedaría en una aventura. Pero esta vez había ido más allá. Mientras nos probábamos ropa se le ocurrió cambiarse la ropa interior. Se dejó puesta la nueva y dejó para devolver la que llevaba puesta. Aquella fue la situación más humillante que he vivido en toda mi vida. Después de ponernos en salas separadas y pedirme por favor que devolviera lo que había robado, registraron mi bolso y me obligaron a desvestirme. Y allí estaba yo prácticamente en pelotas, llorando y jurando que no había robado nada.

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Podía soportar que prácticamente me arrastrase de fiesta todos los fines de semana. Que me hiciese bromas pesadas o que me crease perfiles falsos en Tinder para prepararme citas a ciegas con los personajes más variopintos.  Y lo aguantaba porque la quería, la quería como a una hermana. Había hablado un montón de veces con ella, le pedía que no hiciese esas cosas, que el día menos pensado nos iba a pasar algo verdaderamente malo. Pero ella no se paraba a pensar, actuaba por inercia, como si todo fuese un juego y las normas que afectaban al resto de los mortales no fuesen con ella.

Después de pasar un par de horas encerrada en un cuarto de seguridad acusada de intento de hurto, llegué a mi límite. No la esperé, salí de allí haciendo fuerzas para contener las lágrimas. Me sentía impotente y me había dado cuenta de que ella hacía y deshacía conmigo lo que le daba la gana. No le importaba mi opinión, lo que yo sintiese o las consecuencias que yo tuviese que pagar por sus trastadas.  Aquel día me armé de valor, o quizás llegué al extremo de la cobardía, aun no lo tengo muy claro.

La bloqueé de todas las redes, del wasap y su número de teléfono. Vino un par de veces a mi casa, pero no le abrí la puerta. No me sentía capaz. Una parte de mí quería decirle que no soportaba más estar con ella, que siempre me metía en líos, que sentía que se reía de mí y que me hacía pasarlo mal, pero no era capaz.

Desde ese momento la ignoro, no voy a los locales por donde sé que sale. Evito pasar cerca de su casa y no he vuelto a hablar con ella. Se que no está bien, que debería darle una explicación, pero la conozco de toda la vida y tengo claro que si lo intento volverá a llevarme a su terreno, que me convencerá y que volveré a quedar con ella.

Por eso prefiero sentirme mal, saber que no está bien haber dado de lado a mi mejor amiga, haber desaparecido de su vida sin dar explicaciones, pero era ella o yo y a estas alturas de mi vida prefiero vivir con el remordimiento de haberle fallado a ella, que dejarme arrastrar por su locura, traicionándome a mí misma y permitiendo que juegue conmigo hasta que una de sus ocurrencias me lleve a la ruina.

Anónimo