Nos conocimos a través de unos amigos comunes y yo ya sabía sobre su situación. Hacía casi un año que lo había dejado con su novia, madre de su único hijo. Cuando empezamos, el niño solo tenía tres añitos.

Yo había encadenado algunas relaciones poco satisfactorias, así que soy consciente de que pasé por alto algunas preferencias. Era guapo, divertido e interesante, y con eso me bastó. Todo el mundo tiene derecho a rehacer su vida.

Todo iba bien con él. Acepté y asumí que nunca iba a ser su prioridad, eso lo entiendo. Para lo que no estaba preparada era para el rechazo de su hijo.

“¡Vete!”

El niño siempre me vio con recelos y suspicacias. Desde el primer momento noté su hostilidad. Quizás sea un concepto muy fuerte tratándose de un niño tan pequeño, pero, como mínimo, mi presencia le provocaba malestar.

La cosa fue más allá de los gestos una tarde en el parque. El niño parecía feliz jugando con sus amiguitos, pero se sumió en un mutismo absoluto mientras merendaba junto a nosotros. En un momento en el que el padre se levantó del banco para saludar a alguien, el niño me miró y me dijo: “Vete”. Y luego, por si no me hubiera enterado bien, repitió: “¡Vete ya!”. Cuando el padre volvió y vio mi cara de circunstancias, preguntó si había pasado algo. Le dije que nada.

Aquello no fue mejorando ni a medida que pasaba más tiempo con él. Padre e hijo vinieron a una barbacoa con todos mis amigos y, cuando me quedaba mirando al niño para interactuar con él, me volvía la cara y decía: “¡Déjame!”. Me sentía tan impotente que tuve que irme a llorar al baño.

Me he sentido mal conmigo misma por pensar que el problema estaba en que yo no era capaz de conectar con él. Y vale, no soy la típica tía divertida que tienen todos los niños, pero tampoco el enano Gruñón. De todas formas, pude darme cuenta de que el tema no era solo conmigo.

Una domingo por la tarde, vinieron a tomar café a casa de él una pareja de amigos que aún no conocía al niño. El novio de mi amiga se pasó media tarde jugando con él, y parecía que lo pasaba bien. Cuando se fueron, le dijo:

—Bueno, Juan, ya nos vemos otro día.

Él niño, que jugaba con un puzle en aquel momento, balbuceó algo parecido a:

Mamá, papá, abuela y ya está.

Antes de marcharse, ya bajo el dintel de la puerta, mi amiga insistió:

—¡Adiós, guapo, hasta otro día!

—¡Noooooo! —se escuchó desde el salón.

chica cansada
Winsome girl with sad face expression looking to camera, lying on comfortable sofa. Indoor portrait of bored white lady spending time at home alone.

Duele

Siempre que le cuento esto alguien, además de escucharme y comprenderme, me dice que sea paciente, que es muy pequeño y que deben de resultarle difíciles los cambios y no poder vivir con mamá y con papá. Es cierto que ha tenido varios mudanzas en poco tiempo, que ya se suman a los cambios periódicos de la custodia compartida. Y, por medio, ha pasado de vivir con la abuela paterna a verla poco, siendo ella una de sus personas favoritas en el mundo. Lo entiendo.

Intento relativizarlo e ir dando más y más peso a los pequeños hitos que completamos. No espero un beso o una sonrisa, sino, simplemente, que no me pida que me vaya ni vuelva la cara cuando lo miro sonriendo.

Pero, pese a que trato de darle la importancia justa, me resulta doloroso. Son las únicas sombras en una relación que va bien. Su padre y yo nos entendemos, nos lo pasamos bien juntos, tenemos mucho en común, objetivos similares y estamos enamorados. Siento que está por mí y que no tiene asuntos emocionales que resolver de su relación anterior.

Por ello, he decidido ser paciente. Tengo esperanza en que, si la relación va bien, poco a poco se hará a mi presencia y me tomará cariño. De hecho, su padre ya me ha dicho que el otro día preguntó por mí. Espero conseguirlo.

Anónimo