TODO LO QUE ME GUSTARÍA HABERNOS DICHO

Han pasado más de 20 años desde que perdí a mi madre. Se podría intuir que, tras tantos años, esa herida ya estaría curada y plenamente cicatrizada. Y así es, ya no escuece, pero sigue tirando de vez en cuando. Las heridas emocionales son como las heridas físicas, una vez ya son solo una cicatriz, siguen tirando cuando va a llover, porque emocionalmente también nos llueve.

Ahora que me acerco a la treintena, enfrentándome a una de esas crisis existenciales que te hacen necesitar a tu madre aunque ya seas una mujer hecha y derecha, pienso en todas las conversaciones que deberíamos haber tenido y ya nunca tendremos. Yo sigo hablando con ella y, aunque parezca una locura, os juro que a veces siento que hasta me contesta. Pero sigo anhelando el poder correr a casa madre para sentarnos con un café o una cerveza y tener una de esas charlas eternas, con las que se arreglan el mundo y el alma.

Me encantaría tener un cajón mágico con charlas al futuro, como un buzón de entrada con correos programados que me llegasen justo en el momento en el que los voy a necesitar. Cómo me hubiese gustado tener una charla con ella la primera vez que me rompieron el corazón y pensaba que mi mundo no volvería a ser el mismo y que mi corazón no volvería a sonreír nunca más. 

Cómo de necesaria hubiese sido una de esas charlas cuando se me olvidó la manera en la que ella me enseñó a quererme y, todos los mensajes de odio que la sociedad envía hacia los cuerpos gordos, calaron por completo en cada poro de mi ser. Cuánto hubiesen hecho sus palabras, clavándose como puñales en ese monstruo gigante e imbatible que resultó llamarse TCA. 

También aquella vez que dejé que me pisotearan y me embarqué en una relación de maltrato, obligando a mi familia a arrancarme de las garras de ese monstruo por las malas, mientras yo solo era una adolescente siendo una adolescente, creyendo a ese “hombre” que me hacía sentir la persona más especial del mundo y la última mierda sobre la faz de la tierra simultáneamente.

Cómo me hubiese gustado cobijarme en sus brazos cuando tuve que independizarme solo unos años después, el mismo año que empezaba la universidad, huyendo de una casa insegura a la que ya ni me atrevía a llamar hogar. Creo que los estados ansiosos y depresivos hubiesen sido mucho más livianos teniendo largas charlas frente a un plato de cocido, con la mujer que me dio la vida y que me la podría devolver con sus guisos mágicos cada una de esas veces que sentía que, esa vida que ella me dio, se me escapa entre las manos de tanto llorar.

Qué diferentes hubiesen sido también los momentos bonitos con ella. Qué charla hubiésemos tenido el día que le contase que me había enamorado de verdad por primera vez y que, aunque tenía miedo, estaba muy ilusionada. Cómo nos hubiésemos reído y nos hubiésemos llorado hablando de esa relación que me enseñó lo que era el amor del bueno y que sigue viva a día de hoy. 

O el día que mi hermano me dijo que se casaba y después que mi sobrino venía en camino y, después, que habría una nueva sobrinita en la familia. Cuánto hubiésemos reído y celebrado en esos momentos y qué bonito hubiese sido tenerla en ellos y no solo tener que resignarnos a recordarla. Cuánto daría por celebrar esos momentos en su casa y no en ese faro en el que lanzamos sus cenizas y al que acudimos a hablar con ella.

No puedo evitar preguntarme qué me diría ella ahora, que siento que mi vida no es como yo la tenía planeada hace 10 años, que parece que el tiempo se evapora, que tengo que tomar decisiones y que ni siquiera sé bien aún quién soy. Ahora que siento que soy adulta pero que no me reconozco en esa adultez a la que nos dicen que debemos aspirar. Qué me diría ella ahora que he renunciado a seguir los pasos típicos de la vida y, a mis casi 30 años, sigo intentando ganarme la vida emprendiendo. Ahora que se supone que ya debería saber los pasos a seguir y, en cambio, sigo sin tener la certeza de si quiero ser madre o si no, si puedo serlo o si no.

Cuánto bien me hubiesen hecho sus palabras ahora, que los miedos se despiertan en mí cómo cuando era una adolescente enfrentándome a la adolescencia. Ahora que, cuando creía que tenía la etapa de la juventud dominada, me enfrento a la edad adulta sin tener ni puta idea de qué estoy haciendo otra vez. Cuánto necesitaría oír de su boca que ella tampoco tiene nada claro y que, a su edad, sigue improvisando en este juego de la vida.

Cómo se necesita una madre siempre y cómo sigo necesitando yo a la mía. Si aún conserváis a las vuestras, quizás no sea una idea tan loca pedirles que os dejen sus palabras guardaditas, por si algún día ya no están. Si algún día soy madre, os aseguro que iré guardando en una cajita todas esas cosas que me gustaría decirles a mis hijas en cada etapa de su vida. Le pondré un letrero bonito: “todo lo que me gustaría habernos dicho”, por si algún día dejo de ser repentinamente y ya no les puedo decir nada más.

 

Desdudándonos