Era mi primer embarazo y todo estaba transcurriendo de la mejor manera posible. No había tenido malestares, náuseas ni mareos. Me había encontrado como una rosa durante todos esos meses y ya se acercaba el momento del parto pues faltaban solo unos días para las 38 semanas y que oficialmente mi embarazo se considerase a término.

Estaba súper ilusionada: el niño había sido buscado por mí y por mi pareja después de tres años conviviendo. Aún no nos habíamos casado, pero teníamos intenciones de hacerlo en breve. De hecho, a los dos nos emocionaba la idea de pasar por el juzgado con nuestro peque en brazos y así lo estábamos planificando desde hacía tiempo.

 

papeles para boda

 

Todo parecía súper bonito para mí, y el día menos pensado, cuando aún no se había cumplido el tiempo establecido como probable fecha de parto, me puse de parto.

Mi chico no estaba conmigo en esos momentos, a esas horas se encontraba trabajando. Yo, teniendo en cuenta que era primeriza y que simplemente había roto aguas, intenté tomármelo con calma haciendo caso a los consejos de mis amigas con más experiencia. Así que me dispuse a intentar localizarle por teléfono, dispuesta a esperar su llegada para acudir juntos al hospital.

 

 

Le llamé pero no conseguí localizarle: su teléfono aparecía como apagado o fuera de cobertura.  Probé varias veces al teléfono de su empresa y tampoco obtuve respuesta. Así que le escribí un Whatsapp pensando que estaría en una zona con poca conexión y que enseguida lo recibiría y me devolvería las llamadas.

Pero no fue así: pasaron los minutos y no había reacción por su parte.

 

Después de una hora, empecé a notar contracciones suaves. Pero era cierto que todavía quedaba bastante para que éstas fueran lo suficientemente intensas y regulares como para que estuviese realmente de parto, y estaba bien informada de esto. Los nervios, de todos modos, no me dejaban tranquila.

Volví a llamar varias veces sin éxito, a su móvil y al fijo de su empresa, y durante ese rato terminé de preparar mi mochila, me duché, intenté comer algo. Mi ansiedad crecía a la par que mi cabreo conforme pasaban los minutos y seguía sin aparecer.

 

 

Al final, después de casi tres horas, decidí acudir al hospital yo sola, desesperada y llena de rabia. Quería hacerlo antes de que las contracciones fuesen más intensas y dolorosas y no pudiese valerme por mí misma, al no saber cuándo iba a aparecer y dudar directamente de si lo haría a tiempo.

Cogí el coche y allí me dirigí. Ya había pasado el tiempo suficiente como para que decidieran ingresarme en planta aunque aún no me bajarían al paritorio, así que durante ese rato en el que comenzaba a sentir cierto dolor cada vez que aparecía una contracción, seguí intentando localizarle sin conseguirlo todavía, para mi sorpresa.

 

Durante ese rato, eso sí, al menos conseguí contárselo a mis amigos más cercanos y a mi familia, que vivía fuera. En el hospital, de vez en cuando alguno de los trabajadores me preguntaba tímidamente si no tenía acompañante y a mí se me saltaban las lágrimas sin saber qué responder.

Llegó un momento en que decidí apagar el móvil por mi salud mental, ya que no paraba de mirarlo y me estaba volviendo loca.

Total: ya le había escrito varias veces e informado por mensajería, o sea que cuando por fin lo encendiese o recuperase la conexión, tendría toda la información pertinente y sabría exactamente la situación y dónde debía acudir.

 

Por suerte, a mitad de la madrugada apareció por allí mi mejor amiga y pasó a hacerme compañía, lo cual agradecí en el alma pues la situación ya estaba empezando a descontrolarse para mí.

Y alrededor de las nueve de la mañana nació mi niño precioso y su padre aún no había aparecido ni dado señales de vida…

Lo hizo, finalmente, bastante rato después, casi a mediodía, momento en el que apareció con la cara desencajada, pidiendo mil disculpas y lamentando haberse quedado completamente sin batería en el teléfono haciendo turno de noche en el trabajo.

 

 

A mí esto me extrañó bastante, pues cuando había sucedido algo parecido en alguna otra ocasión, había pedido a algún compañero su cargador de batería con el que había salido del paso, pero mis hormonas estaban tan revolucionadas que no quise pensar ni darme cuenta de la realidad.

Aún así, estaba bastante enfadada con él pero… qué le iba a hacer. Me sentía tan feliz de tener a mi niño entre mis brazos que aquella sensación anulaba todas las demás. Hasta me daba un poco de pena y todo que el pobre se hubiese perdido el nacimiento de su hijo.

 

Todo parecía ir y transcurrir con normalidad hasta que, un par de días después, me llegó la información que menos me esperaba y de la peor forma posible:

Me contó que tenía que pasar por su empresa a llevar papeles para el trámite de su baja por paternidad, así que se ausentaría durante un rato ya que aprovecharía para acudir a la hora de fin de turno para tomarse una caña rápida con sus compañeros y celebrarlo.

Yo estaría sola en casa con nuestro bebé y me pareció bien que desconectase y compartiese su felicidad con más gente.

 

Tardó más de cuatro horas en regresar, tiempo que me pareció excesivo pero que no tuve demasiado en cuenta ya que yo lo había aprovechado para dormir y descansar junto a nuestra hijo, y se me había pasado volando.

A la mañana siguiente, cuando él no se encontraba en casa porque había salido a hacer unas compras y unos recados, llamaron a casa desde su empresa.

Me dijeron que no podían localizarle en el teléfono móvil y que necesitaban que pasase por allí a entregar los papeles correspondientes para el trámite de la baja, pues desde el día del nacimiento había quedado en hacérselos llegar y aún no los habían recibido.

 

Me quedé a cuadros, pensando que debía haber algún error, y me dispuse a aclararlo con la administrativa que estaba realizando la llamada.

Y fue entonces cuando me enteré de que no había pasado por allí el día anterior, de que en su empresa hacía casi un año que no se hacían turnos de noche, y de que sus horarios y jornada de trabajo eran mucho menores de los que él me había contado.

 

 

La chica, al darme toda esa información, pareció entender lo que estaba sucediendo y noté por su tono de voz cómo se solidarizaba conmigo ante la evidencia de un hecho tan ruin como que mi pareja me había estado engañando durante todo mi embarazo y durante el mismo nacimiento de nuestro bebé.

Cuando llegó a casa, le mentí, histérica, diciendo que sabía todo y que tenía pruebas. Entonces se derrumbó y, entre lágrimas y creyendo que me refería a eso, él solito confesó que tenía una amante con la que llevaba prácticamente todo mi embarazo.

 

 

Me pidió perdón por pasar la noche de mi parto con ella. Me hizo hincapié en que no esperaba que este se adelantase, que de habérsele pasado por la cabeza obviamente no habría apagado el móvil, que él habría deseado estar presente.

No quise escuchar más ni saber más de él ni de esa historia. Sus palabras me desgarraron completamente. Le puse las maletas en la puerta y jamás dudé de que era lo mejor que podía hacer.

Lloré mares, pero decidí que mi hija y yo estaríamos mejor solas que mal acompañadas. Y han pasado unos años y no me equivocaba: a pesar del dolor y de la soledad, efectivamente lo estamos.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia de una lectora

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