Hoy en día todas nos vemos obligadas a aprender idiomas casi a cualquier precio y si no puedes permitirte un año sabático en Londres con todos los gastos pagados, te queda la otra opción: ir a trabajar fuera. Este fue mi caso, yo estudié Magisterio y cuando terminé la carrera pensé la posibilidad de ir a trabajar de Au Pair y así te ahorras los gastos de alojamiento que nunca vienen mal, a la vez que aprendes inglés.

El puesto de Au Pair para quien no lo sepa es cuidar a unos niños durante unas horas a cambio de vivir en su casa y de un sueldo semanal, esa era la idea, que claramente no es la realidad. No lo fue en mi caso.

Después de tener entrevistas virtuales con varias familias puse rumbo a Dublín. En la maleta había una mezcla de ilusión y nervios por estar tantos meses lejos de casa, pero con el objetivo en mente de manejar mejor el idioma que la mismísima Reina de Inglaterra.

Porque las primeras impresiones son las que cuentan, creo que os vais a poder hacer una idea de lo que pensó mi host family a los pocos segundos de verme. Viajar en avión me pone bastante nerviosa pero en este caso era la primera vez que volaba sola y estaba muy nerviosa por conocer a la familia. Cuando estoy en este estado los nervios se me agarran a la barriga y para que nos entendamos me cago como un mirlo. 

En el avión todo fue casi normal ya que luchaba por mantener mi dignidad intacta. Me vienen a buscar al aeropuerto y nos vamos a comer a su casa un banquete formado por unos jalapeños rellenos de queso griego de dudosa caducidad. Después de una distendida charla (o lo que se podía dado mi nivel de inglés) nos fuimos al supermercado en coche, con lo que yo no contaba era que esa señora tenía como profesión frustrada ser piloto de rally. Hagamos recuento hasta aquí, mi estómago estaba en modo centrifugadora, la comida era bastante fuerte y la señora toma las curvas más deprisa que Fernando Alonso. Aparca el coche y aunque llevo varios minutos intentando contenerme, finalmente hago caso a Frozen y su “suéltalo”, abro la puerta en el coche y dejo en el suelo del parking una bonita papilla.

Esa maravillosa escena solo fue el principio de una sucesión de bonitas anécdotas. Quizás os parezca rara pero tengo la fea costumbre de ducharme y cambiarme de ropa interior todos los días, me gusta vivir al límite, pero a mi hostmum esto no le parecía de gente decente y literalmente me dijo que “si no podía ducharme menos porque eso era un mal ejemplo para mis hijos”. Sí señoras, la moda en esa casa era dejar que tuvieses un ecosistema entre las piernas. Pensé que era un hecho aislado en cuanto a guarrería pero yo era la encargada de poner las lavadoras y en una semana solo lavaba dos bragas y dos calzoncillos de los padres, en este caso no hacía falta tenderlo porque se mantenían de pie.

Pero esto no queda aquí, la habitación que me asignaron para vivir era el cuarto de la niña o como yo le llamaba el Pink Zulo. Las dimensiones eran bastante reducidas y por una razón que aún desconozco no entiendo cómo en un país donde hace tanto frío no tienen persianas en las ventanas para aislar un poco. Ya que en esta casa el lema era “aparenta ser rico pero vive como un pobre”. La calefacción brillaba por su ausencia por lo que en invierno me tocaba dormir como si fuese un burrito mexicano. Me hice amiga de las camisetas térmicas y de los pijamas gordos de Primark para que no encontrasen mi cuerpo con en la película de Viven.

Para rematar esta bonita experiencia de intercambio cultural, a día de hoy sospecho que esa gente se alimenta del aire, porque de verdad no encuentro explicación a esa dieta. 

Desayunar cada día era un privilegio de clase que claramente no estaba a mi alcance. Si ese día había suerte podía llevarme a la boca unos tristes cereales aunque los comiese casi a escondidas por si alguno de los niños me los pedían y tenía que compartir la triste ración que se me había asignado. 

Pasado este momento crítico de empezar el día sin nada en el estómago llega la hora de la comida y ¡ojo! Porque podéis empecharos de solo oírlo, mi comida diaria era un sándwich de dos lonchas de queso y los días de fiesta podía hasta ponerle una especie de pollo en lonchas que prefiero no saber qué era en realidad. Tras ingerir este manjar, a las horas mi cuerpo me pedía comida a cualquier precio y me hice adicta a los panecillos tostados con cantidades ingentes  de mantequilla.

Y por fin llegaban las 7 de la tarde y la hora de la cena que consistía noche tras noche en 5 zanahorias baby (real) y una porción de pescado del tamaño de mi mano…después de comer tanto pescado empecé a temer que me salieran aletas pero por desgracia esto no pasó, ya que podría haberme vuelto a casa nadando.

Después de esta experiencia no sólo aprendí inglés. Aprendí el significado de la palabra recena, a pasarte las horas muertas en un pub donde estás obligado a consumir, a mantener el calor corporal en casos de frío extremo, a desarrollar defensas ante comida de restaurantes infectos del centro de Dublín…porque aunque no lo parezca no todo fue malo en esta experiencia vital que es vivir fuera de casa.

 

Lara Cuellar