Puedo salir con un calcetín de cada color, con los dientes a juego con el color del pintalabios o con la pasta de dientes reseca en el moflete e ir tan pancha por la vida. No hay nada que me haga correr de vuelta a casa tras mirarme en la ventanilla de un coche. Bueno sí, acordarme que me he dejado el abono y no llevar las uñas pintadas.

Quizás vosotras me entenderéis si os digo que un outfit puede y debe cambiarse tantas veces como sean necesarias para dar con el que vaya con tu color de uñas. Que la vida se ve más bonita si te comes un bollicao (o lo que surja) con unas manos luciendo el color Blush rose de Kiko. Y que la moda de enseñar los tobillos es algo de lo que me río pero a mí no me veréis con guantes si por un día me quedó la manicura perfecta. Lástima que sólo pase cuando se alinean los planetas y el resto del tiempo tengo que lidiar con los dramas de una adicta al esmalte de uñas que no se quiere rehabilitar.

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1. La duración de la manicura es inversamente proporcional a lo que te guste ese esmalte.

Una señora no se mide por su capacidad de correr en tacones por la gran ciudad como nos decía Sarah Jessica Parker, se mide por las horas en las que consigue mantener intacta su manicura. Ojo, que no hablo de días porque sería jugar en otro nivel y es que a casi todas nos ocurre que lo que el viernes por la noche eran unas uñas «top», «estampado floreado» o «color infalible» el sábado ya van transformando su brillante esencia, en una manicura a la que se la empiezan a desconchar las esquinitas para terminar el fin de semana que te da vergüenza hasta coger las entradas de cine y las deslizas con los muñones para esconder a la taquillera que llevas más cutícula que color de pintauñas en tres de tus uñas.

2. Vas comprarte 5 esmaltes del mismo color en un verano porque «no tienes ninguno de este tono».

Y esto nos pasa siempre. Vas a la tienda donde sólo has prometido entrar a mirar pero están los pintauñas en oferta y tienes que llevarte uno. Miras y remiras, los pones a contraluz para comprobar si brillan, si llevan purpurina o si son suficientemente mate, contrastas colores y 15 o 20 minutos después ya tienes claro (casi) cual te vas a comprar. El primero que cogiste, un color cautivador que dé personalidad a tus manos. Y te vas tan contenta hasta que llegues a casa y descubras que ya tienes el mismo tono por lo menos en otros dos esmaltes más. Bueno, no serán iguales que algo siempre cambia o eso te dices a ti misma.

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3. Planificas tu tarde en función de si te pintarás las uñas.

Hay esmaltes que tardan tantísimo en secarse que te puedes terminar todos los vídeos de Aitana y Cepeda en YouTube antes de atreverte a tocar una tecla. Además, aunque se sequen en cinco minutos la Ley de Murphy te va a acompañar y justo al dar tu último brochazo, llegará el repartidor de Amazon y te hará firmar para recoger un paquete que llevabas dos semanas esperando. ¡Y vuelta a empezar con la sesión de manicura!

4. Experimentar con la manicura es tu vicio confesable.

Desde pintarse lo más normal de pintarse las uñas de varios colores, hasta utilizar esmaltes de neon, ponerte pegatinas y hasta intentar hacerte la bandera de Inglaterra en tu domingo más optimista. No te van a quedar tan bien como en la pelu pero lo orgullosa que vas por la calle luciendo tu manicura francesa alternando en varios tonos de violeta es incomparable.

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5. Lo mejor del verano es que ahora tienes el doble de uñas para pintar.

 ¡Sandalias desde el primer rayo de sol! En mayo ya vas enseñando los dedos aunque no te quites la chaqueta hasta bien entrado junio. Además, sin ninguna duda lo mejor de hacerte la pedicura es que puede pasar un mes y que sólo tengas sin pintar el trocito de uña que te ha crecido desde entonces. ¡Mira una estrella fugaz! Ojalá que las manos durasen igual.

En fin, todo dramas y sobresaltos a los que ya desde pequeñita, con las uñas pringadas de típex en clase, sabías que no ibas a renunciar.