Siempre has sido mi mejor motivación, para esforzarme más, para seguir adelante. Cuando aún podía caminar, tú me hacías esforzarme para seguir haciéndolo, con nuestros juegos, sin darme cuenta. Cuando dejé de hacerlo… tú adaptabas nuestros juegos para que disfrutara igual en el parque.
La mama procuró que en el colegio yo no acabara siendo tu responsabilidad, pero a la práctica fuiste tú la que muchas veces empujaba mi silla manual cuando yo no tenía fuerzas para hacerlo. Eras tú la que me defendía en el patio y la que me ayudaba en aquello que yo no llegaba.
Sé que no te fue fácil sobrellevar las ausencias de la mama cuando a mí me ingresaban y ella tenía que pasar la noche conmigo. Sé que cuando eras niña te costaba entender por qué me daban tantas atenciones. Y sé que te costaba mucho verme en los postoperatorios. Por todo esto que te quiero dar las gracias, por ayudarme en casa y fuera.
Te quiero agradecer que siempre me envalentones para sacar genio y plantar cara cuando me hacen daño. Gracias por tus consejos de moda (sabemos que mis gustos son más bien de viejoven). Gracias por echarme un ojo siempre en la piscina y por no dejarme acercarme demasiado a los fuegos artificiales. Lamento ser tan peligrosamente pirómana.
A pesar de que hubo momentos difíciles, que ojalá no nos hubiera tocado vivir… ¡Nuestra infancia fue insuperable! Y fue gracias a tenernos la una a la otra. Nuestros veranos recopilando orugas o curando pajaritos heridos en el pueblo fueron increíbles, y no podrían haber sido posible sin tus dotes de veterinaria.
La adolescencia nos llevó por caminos separados y espero que en la adultez vuelvan a confluir ¡Que seguro que lo harán! Por ahora espero que disfrutes al máximo de la libertad de conducir y que vivas lo más intensamente posible.
Igual que rezaba el cojín que me regalaste:
te deseo que seas tan feliz que no sepas si vives o sueñas.