Os voy a contar la historia de cuando crees que tienes pequeñas manías y lo que tienes es una enfermedad mental.

Érase una vez una chica que creía que le sobraban algunos kilos y que sería más feliz si su falda fuese una talla S. A esa chica se le ocurrió una noche cenar ensalada en lugar de pizza. Dos semanas después, tendría la gran idea de quitarle el huevo duro a la ensalada, por restar calorías. Al experimento le seguirían la patata cocida, las nueces, el queso.

Dos meses más tarde, la ensalada se había convertido en un melocotón. Tomó la estrategia Bridget Jones de pesarse cada día y apuntarlo en una libreta, a ver si al adelgazar encontraba de pronto un Colin Firth en su barrio, un trabajo con sueldo digno, o su autoestima extraviada, yo qué sé. Otro hábito nuevo fue huir del aceite como si fuera lejía. Y de todo lo albardado como si fuesen a romperle las paletas superiores al morderlo. Haciendo caso de los anuncios con que bombardean los medios y de ese gran mantra de “cuídate, hay que hacer ejercicio”, comenzó a pedalear en la bicicleta estática tanto que, de tener ruedas, estaría a estas alturas en alguna playa turca. Se prohibió los dulces, las grasas saturadas, que saturada ya estaba ella de verse fea.

Debería haber notado que se estaba volviendo loca cuando dejó de lado las croquetas, pero era una mujer con fuerza de voluntad. De las que no les gusta algo y lo cambian. De las que tienen disciplina, seguridad en lo que hacen. Y de las que se riñen y se sienten mal al fallar o saltarse una norma. Porque el “bueno, por un día no pasa nada” es una trampa. Un día es un día y siete una semana, como decía su padre. Así que ni un capricho se permitía. Media galleta, si se sentía generosa. Puede que sus amigos empezasen a decirle que se estaba obsesionando. Puede también que la gente la premiase con un “qué guapa estás, has adelgazado” y reforzase su propósito.

No estaba haciendo nada malo, le gustaba cuidarse. Sí, vale, tenía manías. Pero ¿quién no? Ella no se metía con los hábitos del resto, que la dejasen en paz. Para evitar discusiones, solía decir que tenía la regla y estaba hinchada así que mejor cenar poco, que ya había cenado en casa o que ese plato no le gustaba, aunque salivase más que un perro frente a su bol de comida.

Nuestra chica logró su propósito y entró una talla S. ¿Adivináis dónde también entró años más tarde? En una clínica, en una unidad de día, por un trastorno de alimentación. Porque en esa ansiada S se veía más gorda que nunca. Porque ya no podía tragar nada con chocolate, a pesar de ser su sabor favorito. Porque se mareaba si hacía grandes esfuerzos, como subir a un primero por las escaleras. No se moría de hambre. Se moría de amor, de falta de amor. Érase una vez una chica que creyó que su cuerpo era el problema, que ser guapa haría que le quisieran. Érase una vez una chica que ahora sabe lo importante de quererse ella misma. 

 

AMAIA BARRENA