Al principio no entendía muy bien por qué mi instinto me repetía una y otra vez que debía escribir mi historia para vosotras. Algo en mi interior me animaba a hacerlo, pero por otro lado no dejaba de pensar que quizás me estaba regodeando en mi propia mierda y frenaba en seco antes de redactar la primera palabra.

Pero han pasado unos meses ya y he descubierto que mi único objetivo es que otras chicas puedan salir de esa montaña de mierda que son los malos tratos. Que sean valientes para denunciar y huir del infierno sin sentirse culpables. Que comprendan que más allá de los gritos y los tirones de pelo hay una vida maravillosa lista para ser disfrutada.

No quiero compasión de ningún tipo. Simplemente un poco de desahogo y, sobre todo, de sororidad mutua entre nosotras. Ni os imagináis la cantidad de mujeres que actualmente sufren en silencio malviviendo junto a un maltratador, silenciando sus lágrimas y autocompadeciéndose sin comprender por qué les ha tocado a ellas esa realidad. Si estáis ahí leedme, nuestra historia es dura pero nosotras lo somos mucho más.

De toda la vida he residido en un pueblo pequeñito de una también pequeña provincia. Apartada de prácticamente cualquier contacto con una gran ciudad, la poca comunicación que yo tenía con aquello que fuese más allá del pueblo era a través de la televisión. Estudié en un colegio que compartíamos con otras aldeas de los alrededores y allí el que más o el que menos tenía como objetivo único el trabajar en las tierras o el ganado de sus padres.

Pero mis perspectivas siempre fueron diferentes. A mí me encantaba la lectura, me volvía loca con cualquier libro que cayese entre mis manos, y tanto las matemáticas como la física eran mis fuertes. Mis profesores siempre le decían a mis padres que yo llegaría muy me lejos, pero la verdad es que ellos no ponían nunca demasiado interés en mis capacidades como estudiante.

Mi padre trabajaba a destajo para sacar el máximo rendimiento a su campo, y mi madre le ayudaba de sol a sol manteniendo, además, una casa siempre impoluta. Muchas broncas me gané siendo todavía una niña cuando decidía encerrarme en mi habitación para leer tranquila mientras ellos me pedían una y otra vez que les echara una mano. No los culpo en absoluto, es la vida que ellos han conocido y siempre han buscado la seguridad y lo mejor para mí, al menos desde su punto de vista.

Cuando ya había cumplido los quince años, ya en el instituto, empecé a tontear con uno de mis compañeros de toda la vida. En el pueblo todos nos conocíamos y éramos ya casi como de la familia, pero cuando las hormonas se ponen en marcha a veces sencillamente cambiamos la perspectiva y aquel niño tonto que nos perseguía en el pilla-pilla se convierte en un joven guapete con el que empezar a salir.

Voy a omitir su verdadero nombre, digamos que se llamaba Manuel. Vivía a tan solo un par de calles de mi casa, nuestros padres había crecido juntos en aquel diminuto pueblo así que cuando al fin se enteraron de que nos habíamos arrimado todo fueron celebraciones.

 

Creo que mi madre vio en mi relación con Manuel una oportunidad para que todos esos pájaros que yo tenía en la cabeza volasen de una maldita vez. Él tenía más que asegurado su futuro llevando la granja porcina de su padre, por lo tanto en mi familia ya nos imaginaban a ambos mudándonos a una pequeña casita en pleno pueblo y siendo felices con nuestros animales y el campo.

Nada más lejos de la realidad. Mi proyecto de futuro continuaba encontrándose lejos de la aldea y del olor a caca de vaca. Cada día que pasaba tenía más claro que quería ir a la universidad, licenciarme en una ingeniería y labrarme una vida de números e innovación. Manuel, por su parte, había dejado los estudios un par de años antes de que empezáramos a salir y por mucho que yo le comía la cabeza para que los retomara, él no dejaba de darme largas o de llamarme ‘la pesá de los libros‘.

¿Y qué hacía yo entonces con un chico tan diferente a mí? No tengo ni idea. Era joven y la verdad es que con Manuel me lo pasaba realmente bien. Además de que nuestra sexualidad comenzaba a estar sobre todas las cosas y ya sabéis, la adolescencia.

Pues eso, la adolescencia y que a veces el cerebro va por un lado y los impulsos por otro, con dieciséis años me quedé embarazada. Adiós planes de futuro, adiós estudios, adiós vida independiente… Una de las noches de pasión entre Manuel y yo derivó en que un pequeño ser se estaba gestando en mi interior. Morí del miedo en cuanto me enteré, pero para mi sorpresa tanto mis padres como los de mi novio nos dieron todo su apoyo y comenzaron a esperar a su primer nieto como el mejor de los regalos.

Valoré durante muchos días lo de abortar, pero no fui capaz de hacerlo. Se lo planteé a Manuel y él me repitió una y otra vez que era mi decisión, aunque él estaba más que decidido a ser padre. Así que los meses pasaron y yo di a luz a un precioso retoño que todavía continúa siendo el único amor de mi vida.

Muy a mi pesar y al de mis profesores, abandoné los estudios en cuanto nació Alejandro. Pude haberme planteado las cosas de otra manera, pero en mi familia no dejaban de decirme que ahora tenía otras responsabilidades mucho más importantes.

Tú dedícate a cuidar de tu hijo‘ me decían mi madre y la que sería mi futura suegra día tras día.

Y eso hice. Al principio los tres vivíamos con mis padres, pero pasados un par de años la familia de Manuel compró una de las casas anexas a su granja y, tras adecentarla a nuestro gusto, nos mudamos formando nuestra propia familia. Y así empezó la pesadilla.

El que entonces era mi novio cambió de la noche a la mañana a los pocos meses de independizarnos. Daba la impresión de que ser el cabeza de familia lo envalentonaba para lanzarme malas contestaciones o darme órdenes como si yo fuera su criada. A esto se unía que nuestro hijo estaba pasando por una época de desobediencia terrible y que no me gustaba nada que perdiese los papeles frente a él. Así que pocos fueron los días en los que no acabamos discutiendo a grito pelado.

Al final siempre nos pedíamos perdón y nos abrazábamos achacando la situación a que nos teníamos que acostumbrar a nuestra nueva realidad. Ambos trabajábamos mucho, él en la granja y yo colaborando todavía en el campo de mis padres y cuidando de nuestro pequeño y de la casa. ‘El estrés’ pensaba yo cada noche cuando meditaba sobre lo que nos estaba pasando.

 

Pero ese supuesto ‘desgaste por agotamiento’ fue poco a poco en aumento. Los gritos y las órdenes estrictas se convirtieron en algún empujón puntual en la cocina. El empujón en una palmadita en la cara ‘para ver si así me haces caso‘ y la palmadita en un tirón de pelo ‘porque hoy no he tenido muy buen día y me estás tocando los cojones‘. Y cada vez que la bola se hacía más y más grande, yo me hacía muchísimo más pequeña.

Mi valentía y mi coraje se fueron disipando dando lugar a una persona completamente a merced de mi pareja. Los meses transcurrían y yo tan solo encontraba consuelo en la mirada y el amor que me daba mi hijo. Era mi único motivo para seguir adelante. Vivía con miedo, en medio de aquel infierno que era nuestra casa.

Mi rutina comenzó a ser un interminable listado de obligaciones que debía cumplir a rajatabla. Levantarme antes que él para preparar el desayuno, limpiar baños y cocina, tener lista su ropa de trabajo, hacer la comida, cuidar la casa y esperarlo con la cena caliente ya en el plato. Si algún día algún plan entorpecía mis quehaceres sabía lo que me esperaba. ‘Es que si sabes lo que va a pasar, ¿por qué lo haces?‘ me espetó un noche en medio de la cocina tras propinarme una bofetada por haber ido a ayudar a mi madre en casa.

Lo peor de todo es que de veras empecé a pensar que era yo la culpable de lo que estaba ocurriendo. Que me merecía cada golpe y cada insulto por no cumplir con mis deberes como esposa. Me sentía como una mierda estando a su lado o sola, toda esa luz que antaño era mi personalidad se había apagado por completo. Era una mierda, pero era su mierda.

Recuerdo el día que aparecí en casa de mi madre con un ojo morado. La noche anterior Alejandro no dejaba de llorar por culpa de la fiebre, y Manuel no conseguía dormir. Yo me levanté dispuesta a consolar a mi pequeño y minutos después me encontré con mi marido por el pasillo oscuro, que sin pensárselo dos veces fue directo a mi cara con su puño mientras vociferaba ‘¡haz callar a ese niño u os pongo a los dos en la puta calle!‘.

Mi madre me había preguntado qué había pasado, pero no fui capaz de explicarle que vivía con un auténtico animal. Quizás ni me hubiera creído, ya que Manuel era totalmente distinto cuando estaba con ellos. Creo que jamás se hubieran ni planteado que ese amable y simpático chico fuese capaz de ponerle la mano encima a nadie, y muchísimo menos a su hija.

Cuatro años soporté aquella vida de mierda. Cuatro terribles años en los que estuve a punto de quitarme la vida en dos ocasiones. Os puedo asegurar que cada noche, cuando al fin me acostaba, muchas veces rezaba por no volver a despertarme nunca. Después pensaba en Alejandro y en lo poco que se merecía él una vida sin su madre, y entonces lloraba y caía rendida.

 

Las contusiones y el pánico se acumulaban en mi cuerpo. Sufría de ansiedad, depresión… pero mi marido jamás me dejaba ir al médico sola. Cualquier salida del pueblo se hacía bajo su supervisión, siempre con la excusa de que él llevaba el coche. Cada visita a la ciudad me producía unas ganas tremendas de tomar a mi hijo y escapar para siempre. ‘¡Qué locura!‘ pensaba al planteármelo.

Pero la gota que colmó todo aquel vaso llegó una tarde de verano. Unos amiguitos de Alejandro lo habían invitado a pasar la tarde un su piscina, y nuestro hijo estaba pletórico de felicidad por la novedad. Yo sonreía al verlo tan contento, pero Manuel parecía no estar conforme con nuestros sentimientos y sin comerlo ni beberlo decidió que esa tarde no habría piscina para ninguno de nosotros.

Se excusó con malas palabras aludiendo a que el pequeño no sabía nadar y que sería peligroso. Pero de sobra sabía que la piscina apenas cubría. ‘Además, ¿a dónde vas tú con ese cuerpo de vaca y en bañador?‘ me espetó riendo y dejándome más en la mierda de lo que ya estaba. Alejandro se echó a llorar y así continuó durante toda la comida.

Después de la siesta Manuel se fue para continuar con las labores de la granja, y mi hijo se acercó a mí triste preguntándome por qué todos sus amigos irían a la piscina y nosotros no. En otra ocasión habría mantenido el silencio dándome por vencida, pero aquel día no pude más y mi respuesta fue agarrar los bañadores y los juguetes y salir directos a la casa de sus amigos.

Fue una tarde fantástica. Alejandro era feliz y yo desconectaba de mi vida rodeada por gente de mi edad a los que apenas conocía por culpa de mi marido. Temas de conversación más allá de órdenes y broncas. Risas y alguna que otra cerveza. Durante unas horas me evadí de mi realidad, al menos hasta que Manuel apareció en el recinto.

Yo estaba sentada en la toalla jugando a las cartas con Alejandro y un par de amigos suyos cuando lo vi en la puerta de aquel patio. Su cara enfurecida se fijo únicamente en mí como objetivo e hizo caso omiso a cualquier persona que se dirigiera a él para saludarlo. Mi corazón empezó a palpitar a mil por hora temiéndome lo peor, pero también contaba con el alivio de estar rodeada de más adultos que serían testigos de lo que pudiera pasar.

Manuel se acercó a mí y me agarró bruscamente del brazo intentando levantarme.

Tira para casa ahora mismo‘ me dijo al oído para que nadie más lo escuchara.

Déjame, me haces daño y no estamos haciendo nada malo‘ le respondí zafándome de sus manos.

Mis palabras lo enfurecieron todavía más, y sin cortarse por la presencia de más gente, me agarró del pelo obligándome a levantarme. Al segundo el resto de padres y madres que estaban en la piscina saltaron sobre nosotros increpando a Manuel por lo que estaba haciendo. Él no cesó y comenzó a gritarles pidiendo que se alejaran y le dejaran arreglar sus problemas con su mujer.

Me sentí súper pequeña y tremendamente avergonzada. Alejandro me miraba desde la toalla sin comprender qué estaba pasando, y sus amigos lloraban asustados por las voces de mi marido. Uno de los padres amenazó con llamar a la policía, y en ese instante Manuel cerró la boca y salió corriendo del jardín sin decir palabra. Solamente fijando su mirada en mí muy amenazante.

Yo rompí a llorar, y a los pocos minutos una patrulla de la policía se presentó allí mismo. Me hicieron falta muchas sesiones de terapia para ser capaz de dar el paso para interponer yo misma una denuncia contra el que era mi marido. Tuve el apoyo de mis padres, de todos los adultos que habían presenciado la escena aquella tarde, de profesionales…

Tuve suerte, mucha más que muchas chicas que están realmente solas en todo esto, y con mucha ayuda comprendí que aquel señor era un delincuente y un maltratador de manual. Y huí, tomé de la mano a mi hijo y desaparecí de aquel pueblo que solo me recordaba a los moratones que Manuel había grabado en mi cuerpo. Con mi denuncia empezó una batalla contra mi ex-marido que parece no terminar nunca, pero al menos he sido capaz de rehacer mi vida y demostrarle a mi hijo que una vida feliz es posible.

Hemos vivido en una casa de acogida, he conseguido volver a estudiar y, aunque todavía tengo mucho por hacer, poco a poco me estoy dando esa segunda oportunidad que ahora sé que merezco. Que nos merecemos todas, porque no somos las culpables de dar con un desgraciado que se cree por encima de nosotras. No estáis solas, aunque lo penséis.

Por todas las que no han podido, y por las que junto a mí luchan cada día por salir adelante. Por aquellas que todavía viven en el miedo, no os conforméis con una pesadilla, salid de ese agujero cuanto antes. Mucha fuerza, hermanas.

 

Anónimo