Cuando mi hija me ve triste, me abraza y me susurra: Eres delgada, mami

 

Van varias veces y me he ido acostumbrando, por lo que mi reacción ya no es tan brusca.

Pero la primera vez que pasó flipé muy, muy fuerte.

Estaba muy agobiada por unos asuntos familiares y me estaba desahogando con mi marido, al borde de las lágrimas, cuando mi hija de cuatro años entró en la cocina. Se me quedó mirando, se acercó, se metió entre mis piernas para darme un abrazo y me dijo en voz bajita: ‘Tranquila. Eres delgada, mami’.

Me quedé rígida en el asiento. Pensando en qué estaría pasando por esa cabecita para que hubiera creído que decirme eso me ayudaría a sentirme mejor.

Como no estaba yo muy allá, me limité a disfrutar del achuchón de mi niña y, al verla irse con una sonrisa orgullosa por el trabajo bien hecho, volví a centrarme en mis mierdas y lo dejé correr. Porque por muy loca que me hubiera quedado, tenía otros asuntos más urgentes de los que preocuparme.

Lo aparqué para después, y la verdad es que después me olvidé.

Hasta que unos días más tarde la peque me volvió a pillar en horas bajas, sentada en la cama con la mirada perdida en el gotelé de la pared. Ella estaba jugando con su padre, pero, al verme, entró al cuarto y repitió casi el mismo procedimiento.

Me abrazó, se separó para mirarme a los ojos y, mientras me acariciaba la mejilla con suavidad, me dijo las mismas palabras: ‘Eres delgada, mami’.

Ahí ya me preocupé.

Le pregunté por qué me decía eso y me contestó que lo hacía para que me sintiera mejor. Para que me pusiese contenta.

Y de todas las cosas que se le pudieron ocurrir, su lógica infantil entendió que esa era la más idónea.

Cuando mi hija me ve triste, me abraza y me susurra: Eres delgada, mami
Foto de Tatiana Syrikova en Pexels

Porque soy una mujer gorda y ella, a su corta edad, ya ha comprendido que sería más feliz si no lo fuese.

Lo cual es triste de cojones por mogollón de motivos, aunque para mí los principales son tres.

Primero, porque me da mucha rabia que esa idea haya arraigado en su cabeza tan pronto.

Segundo, porque desde que me lo dijo la primera vez, he estado más atenta y me he quedado con otros comentarios similares con respecto a mi cuerpo. Cosas como ‘mamá no viene a andar en bici con nosotros porque está tan gorda’ o ‘cuidado, mami, no te sientes en el columpio que igual lo rompes’.

Tercero, porque supongo que es mi culpa. He tenido que ser yo quien, de forma inconsciente, le he trasmitido estas ideas.

 

Cuando mi hija me ve triste, me abraza y me susurra: Eres delgada, mami

 

Y me duele.

Me siento mal, siento que está creciendo bajo el influjo gordófobo de una persona acomplejada que todavía tiene mucho que trabajar en sus inseguridades.

Así que, aprovechando que la mala racha ya ha pasado, me he propuesto cambiar. No cambiar mi físico, sino cambiar mi actitud. Cambiar la forma en que hablo de mi cuerpo, la forma en la que me dirijo a mí misma.

Quiero que mi niña olvide esa noción que tiene de que sería más feliz siendo delgada.

Espero llegar a tiempo de hacer justo lo contrario. Para que se convierta en una mujer que, independientemente de cómo sea su cuerpo, nunca tenga la menor duda de que su físico no debe definir su estado de ánimo ni su felicidad.

 

Anónimo

 

Envíanos tus vivencias a [email protected]

 

Imagen destacada