Hasta hace un tiempo, nadie me había planteado que la comida pudiera entenderse como una droga, una enfermedad o un problema parecido al de un adicto. La palabras fueron tan rotundas que se grabaron en mi cabeza y me hicieron ver que realmente tenía un problema con la comida y que debería cambiarlo.

No sé si os resultará familiar lo que os voy a contar, pero, para mí estas cosas forman parte de mi rutina. Pasarme el día pensando en qué puedo o qué me apetece comer, me encanta la comida y en estos momentos en plena cuarentena, sobrellevar esto es más difícil. Salir de casa, supone un buen rato ante el espejo probando casi todo mi armario, adaptándome a como me siento e incluso a las personas con las que voy a estar. A pesar de que no debería ser así, me asusta la imagen que otros vean de mí, las comparaciones son odiosas y en mi cabeza casi siempre salgo perdiendo. 

Una vez pasada por chapa y pintura (que no siempre es así), llega la parte divertida, que es salir a la calle y sobre todo cuando voy sola. Odio sentirme observada, no me gusta llamar la atención. Me detengo a observar a las personas que se cruzan en mi camino, cruzarme con alguien más delgado o con un cuerpo más grande que el mío. Los prejuicios salen con vida propia de mi cabeza, me lleno de pensamientos como “¿así soy yo?”, “¿así es como los demás me ven a mí?” y me avergüenza pensar en ello no sólo porque demuestro cero empatía hacía otra persona que nada te ha hecho, sino porque estoy prejuzgando y haciendo justo lo que no quiero que nadie haga conmigo. Ese miedo a encontrarte con personas que forman parte de tu pasado, a sentir esa mirada que seguramente solo está en mi cabeza y que te dice que has engordado mucho. 

 En el transporte sea público o privado siempre me preocupa el tema del espacio, por supuesto el que yo ocupo y ya no hablemos si en vez de bolso vas con mochila. Parece que apenas dejas sitio para pasar, aunque el vagón no esté lleno. Trabajar de cara al público, te expone para lo malo y lo bueno. Para quitar un poco de esa inseguridad que es sentirte observada, de las comparaciones con cada cliente, de poner pensamientos en la gente, que seguro que ni se hacen… de no tener más remedio que, aceptar que de nada sirve esconderse ni tratar de evadirse del mundo.

En lo personal, cuando ni con tu pareja puedes sentirte siempre bien. Porque claro las diferencias físicas son más que evidentes, él alto y delgado y en el lado opuesto del ring es donde estoy yo, sin apenas llegar a metro y medio y gorda. Es duro vivir con el miedo de que siempre puede optar a alguien mejor que yo, al menos físicamente, saber que las comparaciones son odiosas y que estás muy lejos de ser esa persona atractiva que deseas ser. Por supuesto, no para él, para él eres preciosa, sexy y le encantas, sino no estaría contigo. Pero, los miedos, siempre haciendo compañía.

Otro aspecto esencial, está en el tipo de relación que se establece con la comida. La de veces que me han dicho que no como tanto. Lo que nadie se plantea, es que el problema, es cuando estoy sola, que es cuando el hambre emocional me la juega, la gula me puede y ya tenemos pecado capital en la bolsa. Las dietas frustradas, los atracones a escondidas. Las soluciones mágicas, esos intentos desesperados y absurdos de conseguir en días lo que no has hecho en semanas o menos. Todo muy ridículo. Hace poco tiempo, un familiar me pasó una foto de cuando tenía 18 años, entonces ya sentía que era muy poquita cosa, sobre todo en comparación con otras personas. Vi la foto y pensé, ojalá estuviese así ahora, lo que antes me parecía estar mal, ahora me parecía lo más maravilloso del mundo. Y casi la guardas como una reliquia para demostrarte a ti misma que en algún momento, aunque no fueras consciente no estabas tan mal. 

Ya no hablemos de buscar ropa decente. A mí me gusta ir sola, demasiada gente, exponerte a que algo no te valga, a que te quede fatal… ya tengo bastante con mis pensamientos como para querer añadir los supuestos de nadie más.  Como último punto está el deporte. La de veces que me he apuntado al gimnasio, pero ha llegado un punto en el que hasta ir supone un sacrificio demasiado grande. Empecé hace poco a hacer algo de ejercicio en casa, sea bailando cuando estoy sola, o siguiendo algunos vídeos en internet. Pero recalco SOLA. La semana pasada lo intenté con mi pareja y lo único que logré fue cansarme y me sentí aún peor al ver que no era capaz de hacer bien ni una flexión. 

Disculpad que me explaye, pero este tema, es de gran importancia para mí, porque si algo he aprendido en este tiempo, es que soy más que un número, soy más que mi aspecto y sobre todo algo que he aprendido es que nadie va a hacer nada por mí. No debo justificarme ni compensar mi comportamiento con otras personas. La responsabilidad es solo MÍA.

Eva González    

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