Ser una niña gorda puede significarlo todo o simplemente nada ¿de qué depende entonces este detalle? En mi caso tengo claro que ese click que me hizo darme cuenta de mi condición de gorda – en el sentido más despectivo de la palabra – fue una señora con la que pasaba más del noventa por ciento de mi tiempo en el colegio. Una mujer que se vio con el derecho a explicarme que estando así de gorda no iba a llegar a ninguna parte. Una persona que de esa maldita forma marcó por completo los últimos años de mi infancia y ¿por qué no decirlo? Toda mi adolescencia.

Si os tengo que explicar qué fue para mí esa mujer debo resumirlo en que mis dos últimos cursos de primaria los mantengo en mi recuerdo como los peores años de mi infancia. Una época en la que empezaba a comprender que yo era algo más que la niña de mis padres, donde veía que muchas de mis compañeras ya se sentían como chicas mientras yo continuaba bajo las faldas protectoras de mis padres. Aquella mujer apareció en mi vida en forma de profesora, tutora, dueña y señora de aquel aula que terminó siendo para mí mi peor pesadilla.

Era nueva en el colegio, venía de un centro pequeño donde más que alumnos y profesores todos éramos una especie de familia. Cambié para entrar en uno de los colegios más grandes de mi ciudad, donde me vi menos arropada pero también donde empezaba con muchas ganas. Me sentía mayor, llevaba la mochila repleta de sueños y recuerdo aquel primer día de la mano de padre con un sentimiento increíble de nerviosismo pero también de ilusión por lo que llegaba. Muchas de mis amigas del otro colegio se encontraban entre mis compañeras y al menos tener caras conocidas a mi alrededor era cuanto menos reconfortante.

Recuerdo entrar en aquella clase, sentarme mientras me temblaban las piernas y mirar a esa mujer mayor que nos avisaba desde el primer minuto de que su forma de dar clases sería cuanto menos diferente. Nos vendió una idea en la que los que se esforzaran verían resultados mientras que los mediocres y los vagos poco tendrían que hacer en su clase. Puedo verme allí completamente desubicada escuchando a aquella señora a la que trataba de comprender. ¿Era amiga o enemiga? ¿Mediocridad? Yo había sido buena estudiante toda mi vida, sabía que aquello no iba conmigo, o al menos así lo pensé hasta que empezaron las clases de verdad.

No voy a definir aquellos inicios al detalle, únicamente diré que esa niña segura y de diez que conocía hasta entonces se esfumó víctima de las inseguridades y de una profesora que no tenía límites. Entrar cada día en clase sin saber muy bien qué me iba a encontrar ¿aquella mujer llegaría de buen humor? ¿Nos tocaría un examen sorpresa o podríamos continuar trabajando en la materia de siempre? Mis padres vieron como mi felicidad de niña de diez años desaparecía para convertirme en una cría que vomitaba cada mañana antes de ir a clase, todo por los puros nervios que me producía enfrentarme a una persona que cada día era capaz de decirme que era una niña anodina y mimada.

Aunque sin lugar a dudas de todas las mierdas que sentí en apenas dos años, la más grande, esa que cayó sobre mí como una losa de realidad terrible fue la de aquel día en el que mi profesora decidió hablar sobre mi físico. Estaba comenzando sexto de primaria, con cero ganas de enfrentarme un año más a la pesadilla que siempre dependía de lo que decidiese aquella señora. Me situé de primera en la fila para subir a clase mientras pensaba en cómo afrontar aquella batalla de sentimientos que se me aglutinaban en el estómago y entonces la vi bajar, sonriente, saludando a todos los que ya esperábamos el momento de entrar a clase.

Cargada con mi inmensa mochila llena de libros la miré, ella se puso delante de mi y me agarró los cachetes de la cara en un gesto bastante brusco. ¿Quiso ser cariñosa? Nunca lo supe, lo que sí entendí fueron esas palabras que me dijo al oído como intentando que nadie más escuchase lo que necesitaba decirme.

‘Alba, estás muy gorda…’

Acto seguido se separó para mirarme como pidiéndome una explicación que yo, a mis once años, no sabía ni cómo responder. A mis nervios iniciales se le unieron unas buenas dosis de incredulidad, miedo y mucho asco. ¿Qué pasaba porque estuviera gorda? ¿A qué se refería con aquello? A la vista de que continuaba esperando mi respuesta, dije lo primero que se me vino a la cabeza.

‘Este año me he apuntado a gimnasia y tengo muchas ganas.’

Y sí, lejos de apoyarme en mi decisión de hacer más ejercicio o simplemente dejarlo estar, esa mujer a la que respetaba por encima de mis posibilidades optó por lanzar al aire una sonora carcajada mientras aplaudía como si mi frase fuese la mayor broma escuchada en todo el mundo. Las preguntas volvieron a agolparse en mi cabeza ¿qué había de gracioso en todo aquello? ¿Es que una niña como yo no podía hacer gimnasia? No hubo más comentarios, lo único que añadió para zanjar el tema fue que ya veríamos cómo me iba.

¿Os imagináis lo que pasé desde entonces? Una batalla terrible en mi cabeza, donde esas ganas que tenía de ir a gimnasia artística se convirtieron en un miedo total ante la mofa de mis compañeros. Es que acababa de ser consciente de mi condición como gorda en el mundo, y de pronto donde antes solo veía posibilidades tan solo encontraba muros demasiado altos para que una gorda como yo los saltase.

El chip de esa señora que se hacía llamar profesora cambió y a esa presión mental que nos inyectaba día a día en clase también sumó la persecución constante a muchas de las niñas del aula. ¿Qué os parece la idea de llamar ‘fresca’ a una niña de once años que durante un viaje de estudios baila sin ni siquiera tocarse con un monitor de esquí? Según esa mujer esa alumna fue una fresca por el mero hecho de acercarse a bailar la Macarena al lado de un chico que le había dado clases de esquí durante una semana. Detalles como este, acumulamos por docenas.

Éramos demasiado pequeñas, demasiado ingenuas para saber que todas aquellas palabras, aquellas presiones que esa mujer ejercía sobre nosotras de alguna manera nos marcarían para siempre. Me tocó lidiar con una adolescencia en la que esa chica gorda que se mantenía nerviosa en la fila caía una y otra vez marcada por el miedo a continuar siendo una gorda mediocre. Sumida en ese miedo a que la gente volviese a reírse de mis decisiones o a vivir siendo inconsciente de que mi realidad es bien diferente a la que yo siempre he esperado.

¿Sabéis qué? Aquella mujer me localizó en Facebook hace un par de años y tuvo la desfachatez de solicitarme amistad, como esperando que le guarde cariño solo por el hecho de haber sido mi profesora durante dos largos cursos. Por supuesto rechacé su solicitud y solo espero que si este escrito llega a ella de alguna manera aunque ahora mismo ya esté jubilada, entienda de una vez que su súper sistema de enseñanza era una auténtica mierda irrespetuosa y muy dañina. Muchas gracias por todo, maestra.

Mi Instagram: @albadelimon

Fotografía de portada