De cuando conviví con Diógenes y sus cucarachas

Intento olvidar esta etapa de mi vida, pero cada vez que veo una cucaracha… ¡Me invaden todos los recuerdos! En el momento, confieso que lo pasé fatal, pero a día de hoy me río muchísimo al contar anécdotas de esta experiencia. 

Hace unos años (bastantes) me cambié de ciudad para estudiar la carrera de veterinaria. El primer mes fuera de casa, conviví con un noviete mío, pero pronto dejó de parecerme buena idea y me mudé con una compañera de clase. El piso era de sus padres, que se lo acaban de ofrecer para que estuviese más cerca de la universidad. Cuando lo fui a ver, todo bien; aún estaba haciendo la mudanza y la mugre entraba dentro de los límites aceptables. 

He de reconocer que la chica era un encanto y que hice un esfuerzo brutal por empatizar con su realidad, pero me superó. 

Nunca se duchaba… JAMÁS

Te recuerdo que estudiábamos veterinaria, eso significa que nuestras clases no se reducían al aula teórica. Teníamos asignaturas que se desarrollaban en el laboratorio de anatomía, donde estaban los cadáveres y era normal ensuciarse de sangre o cloroformo; otras veces estábamos en las cuadras, entre animales y estiércol; y alguna vez nos movíamos entre granjas y podías salir tranquilamente embadurnada de leche. Con este pequeño resumen de nuestros escenarios de estudio, quiero decir que la carrera es sucia: que lo mismo llegabas a casa con sangre, leche o mierda, pero limpia jamás. 

Mi ritual al llegar la casa consistía en ir directa al baño, meter toda la ropa en una bolsa de basura, darme una ducha y después poner una lavadora con las prendas usadas. Quizá esperaba un par de días antes de activar la lavadora (por el afán de llenarla), pero no se me ocurría mezclarla con prendas limpias ni tampoco la dejaba aireando por ahí. Bolsa de basura bien cerrada y a la solana a esperar su turno de lavado. 

Mi compañera, tal cual llegaba… ¡se metía en la cama! Dejaba la ropa tirada por cualquier lugar de la casa, se enfrascaba el pijama y a dormir. A veces salía de la habitación para picar algo de cenar, pero ducharse nunca. Jamás. Convivimos unos 5 meses y no la vi nunca meterse en la ducha. 

“Coleccionista” de basura

Un día fue un mueble de Ikea casi nuevo que había en la basura, que me pareció hasta bien porque nos hacía falta una estantería en el salón. Después llegó una bolsa de ropa usada que encontró en el aparcamiento de un supermercado y que tan orgullosa estaba de haberla encontrado porque tenía prendas de su talla. Pero es que, de repente, fueron cosas raras: como marcos de fotos rotos, que ella aseguraba que se podían arreglar; o juguetes, cuando ninguna de las dos teníamos hijos ni hermanos pequeños.  

La limpieza, su asignatura pendiente 

Si bien no se aseaba ella, tampoco lo hacía con la casa. Asumí desde el primer momento la limpieza de las zonas comunes por mi propia salud mental, pero ella disponía de dos habitaciones y un baño propio, que tampoco vieron una bayeta en todo el tiempo que yo estuve allí. No cambiaba las sábanas, no sacaba los platos sucios de la cena. Solo acumulaba. Acumulaba y acumulaba. Yo cerraba las puertas y ya está. Y ya está, eso pensaba yo… hasta que empezaron a salir cucarachas. 

Compañeras de piso con más de dos patas 

Poco a poco la situación se volvió insostenible. La llegada de nuevos seres vivos, complicó bastante nuestra convivencia. De nada servía mantener aseadas las zonas comunes, si ella no dejaba de acumular porquería en sus dos habitaciones; especialmente, la comida vieja, rancia y podrida, que atrajo a un ejército de hormigas y cucarachas. 

Salían de todos lados: ibas a coger un tenedor, salían del cajón; corrían por el pasillo; se te colaban en el cajón de las bragas. En una ocasión, fui a ducharme y me cayó una de la alcachofa. Salí corriendo en pelotas por toda la casa, queriéndome arrancar la piel, el pelo y la vida. Otra vez, metí el pie en una bota y “plof”, escaché una que estaba DENTRO del zapato.

Compré de todo para los insectos, intenté hablar con ella, pero nada. A medida que se acercaba el calor, todo iba a más y peor. Busqué opciones para marcharme de allí, pero había poca oferta por la zona y mucho menos compartida. La facultad estaba alejada del resto del campus y por allí no vivía ni Dios. 

A la conquista de la cocina

Ella era igual dentro y fuera de sus habitaciones, por lo que la cocina terminó convirtiéndose en otra de sus víctimas. Un buen día, me quedé mirando al techo y los vi: gusanos blancos de cabeza negra. Eran 4 o 5… 4 o 5, hoy, pero fueron otros 4 o 5 al día siguiente. Podías liarte a hacer una carnicería de gusanos, que a las horas habían vuelto con más aliados. Buscando el foco de infección, hallé una lata abierta de que intuí fue atún en algún momento; o comida de gato, o yo qué sé. 

Cogí mis cosas y volví a casa del noviete hasta terminar el curso. Volvió a parecerme una idea cojonuda.

 

María Romero