Mi chico se quedó con las joyas de su madre

 

El sonido de la cutre bolsa de plástico, bueno, de lo que había dentro, desparramándose sobre la cama fue como ver luciérnagas sobrevolando un cielo oscuro. Falso todo, como un cofre de piratas en una película mala.

Mi chico se había llevado de casa de su madre un puñado de joyas o lo que fuera aquello y yo, atónita, las miraba todas reposando en mi edredón, pensando que eso no estaba bien, y que tampoco merecía la pena, porque seguro era todo malo.

Su madre había fallecido meses antes, siendo tantos hermanos, tres mujeres incluidas, el tema de la herencia iba a ser dramático cuanto menos y yo pretendía mantenerme lo más posible al margen. Mis cuñadas hacían buenas a las hermanastras de Blanca Nieves, envidiosas, avaras, codiciosas, materialistas, egoístas, nada bueno podía salir de ahí. La cuenta bancaria de la pobre abuela desfalcada por completo, sus dos hermanos mayores, que vivían en Alemania, desconocedores por completo de las artes de sus hermanas. Lo de compartir en esta familia, no estaba muy desarrollado, lo de arrasar se estilaba más.

Una de las veces que mi chico bajó a casa de su madre a recoger cosas, debió ver el alijo y se lo metió en el bolsillo, un montón de cosas doradas brillaban ante mí. La reacción fue regañarlo, no tenía que haber hecho eso, robar estaba mal. Pero me rebatió limpio y certero, más habían robado ellas, y dinero en este caso, que era más sencillo de cuantificar.

El caso era qué hacer con semejante despojo. Mi conciencia me empujaba  a hacerle mandar un mensaje a todos sus hermanos informando de la situación, el joyero de su madre estaba incautado hasta ver cómo se resolvían el resto de cabos sueltos que esta herencia iba dejando tras de sí. Menos mal que no era una familia pudiente.

Por otra parte, me extrañaba tanto que a esas tres pécoras se les hubiera escapado arramplar con algo de valor, pero a veces la inteligencia no iba unida al resto de virtudes de las personas. El caso es que me puse a cotillear que había por ahí, como con miedo o respeto o cague.

Nunca he sido una amante de las joyas ni del oro, con lo cual, no se diferenciar una cosa buena de una mala, pero aquello no tenía demasiada buena pinta. Tiré de la experta de la familia, mi hermana, la mandé un par de fotos y me contestó en dos segundos, que de dónde había sacado esa chatarra si de un mercadillo vulgar y hortera.

La expliqué medianamente, al ver que mi chico iba haciendo memoria de las cosas de valor que tenía su madre, que por supuesto, no se encontraban entre esa maraña de bisutería de tienda de todo a cien. Estaba claro, las doñas se habían quedado con lo que hubiera de valor y de esto habían pasado como de comer mierda y del resto de trastos que al pobre le tocaba ir retirando.

La furia de mi chico llegó a su máximo esplendor al recordar unos pendientes que él le había regalado, por supuesto, no se encontraban entre el botín que lucía ante nosotros. La pulsera de su padre, tampoco tenía claro dónde estaba ni quien la tenía, cosas de familia.

Total que entre collares de perlas de dudoso cultivo, Goldfield ochentero de quiero y no puedo y broches de los chinos, el montante no nos daba ni para una noche sencilla de fiesta.

Entre risas, volví a meter todo en la glamurosa bolsita de plástico cuando algo llamó mi atención, un anillo muy finito con una piedrecita pequeña pero bonita. Me lo probé, no pensando en el valor, es que me gustaba. 

A mala leche, lo llevamos a una joyería, hostias, era bueno, mi chico se empeñó en no devolverlo, al final, me lo quedé.

Las mal llamadas joyas fueron devueltas en una de las reuniones familiares, mi chico no abrió la boca sobre el anillo, nadie sabía nada, nadie echaba de menos un diamante. No me atrevo ni a ponérmelo por miedo al karma, a acabar siendo como ellas o a saber qué.

Casi no me lo pongo, porque me acojona el karma o los espíritus o lo que sea, y al final lo subastaré  entre las sobrinas o algo así, porque cada vez que lo llevo, es como que me pesa y de las malas vibras paso, bastante tengo.

 

Anónimo