Llevo 21 años con Mikel, o sea, casi media vida, porque tenemos los dos 46 años. Solo he tenido esa relación formal y espero que siga así siempre.
Con 40 decidimos que definitivamente no seríamos padres. Mientras nuestra relación era buena y con unos cimientos casi dos décadas entonces, sí que es verdad que diferíamos muchísimo en asuntos de educación y lo veíamos día tras día en la relación con nuestros sobrinos.
O sea, ambos los adorábamos (se trataba de los hijos de mi hermana), pero yo era “la mala” en el sentido de que intentaba educarlos, ponerles sus límites, y enseñarles unos principios que consideraba correctos, y él solo quería ser el tío guay que no decía a nada que no, que les compraba todo lo que querían y que pasaba de tener enfrentamientos con ellos: “para eso están sus padres”, decía siempre.
Pero una fatídica noche, mi móvil sonó a horas que no sonaba nunca, y me dieron la peor noticia de mi vida. Era mi madre, llorando sin parar, diciéndome que mi hermana y su marido habían tenido un accidente de coche y habían muerto los dos en el acto. Para mí, el mundo entero se paró.
Mi hermana Sofía y yo éramos uña y carne, y Peio, su marido, era como otro hermano más. No podía creerme que la vida pudiera continuar sin ellos. Y de repente, un pensamiento que atravesó todo lo demás: mis sobrinos. Miren, de 10 años y Lucas, de 7. Pensé que me explotaba la cabeza.
Mikel y yo nos miramos en silencio porque ambos fuimos conscientes a la vez del giro que acababa de dar nuestras vidas. Era un cambio drástico pero éramos su única opción. Teníamos que adoptarlos nosotros. A partir de ahí todo fue una locura de emociones, tristeza, trámites administrativos… un horror.
Miren lloraba todo el día y Lucas tenía muchísima rabia, y ayudarles y consolarlos era casi imposible para nosotros, que también estábamos fatal. Intentamos ser más fuertes que ellos, pero a ratos parecía que todos los esfuerzos eran inútiles. Nada de lo que pudiéramos decirles podía ayudarles en ese momento.
La primera noche que pasaron en nuestra casa les preparamos la habitación de invitados como hacíamos siempre que venían, con la Playstation y tal, y les hicimos su comida preferida, pero nada, ni jugaron, ni comieron, ni nada. Solo podíamos quedarnos en silencio y dejarles bien claro que estábamos ahí para ellos.
Las rutinas empezaron siendo un caos organizativo: desayunos, horarios, mochilas, extraescolares… Nuestra casa pasó de ser un remanso de tranquilidad a un no parar, pero empezaba a haber risas, conversaciones, aunque también lágrimas y lamentos, claro está.
Mikel y yo nos dividimos las tareas e intentamos ser un pilar de apoyo distinto cada uno; que ellos supieran que podían contar conmigo para unas cosas y con él para otras de otro tipo. De esta manera, Lucas empezó a soltarse más conmigo, en momentos en los que le ayudaba con la tarea, y Miren cogió a Mikel como confidente, y este, con su paciencia infinita, contestaba a las mil y una preguntas que ella necesitara.
Fue muy difícil. Hubo conflictos, rabietas, terrores nocturnos, encerramientos en habitaciones, y tuvimos que lidiar con todo. Pero pronto todo esto empezó a ser cada vez menos frecuente, y los buenos ratos iban acaparando el día. Recuerdo que cada rato de risas era adorado por Mikel y por mí, y saboreado como si fueran unas vacaciones en el Caribe.
Al cabo de un tiempo Mikel y yo nos dimos cuenta de que éramos una familia. No habíamos reemplazado a nadie, pero habíamos conseguido crear un hogar familiar para ellos, y juntos habíamos encontrado la manera de seguir adelante. Con una vida entera por delante, los críos habían conseguido tener esperanza e ilusiones, y mil sueños por cumplir.
Así descubrimos que la familia no solo está definida por la sangre, sino por el amor y el compromiso de cuidarse y apoyarse mutuamente.