Sé que por el título puede parecer que permití que mi hiciera las cejas a alguna amiga o familiar que necesitase practicar para el curso de esteticista, pero nada más lejos: la artífice del desastre que hizo que no quisiera salir de mi casa durante días fue una esteticista con años de experiencia pero con muy poco criterio. Y es que resulta que yo siempre he tenido las cejas bastante gruesas y con un arco, para mi gusto, muy bonito, tal y como se llevan ahora, pero en mis años mozos y lozanos la moda imponía las cejas de ‘’ala de gaviota’’, muy finas y arqueadas. Sin embargo, yo nunca caí en esa moda, era consciente de que no iba a quedarme bien y siempre respeté mis cejas, a excepción del entrecejo y de algún pelito rebelde que no me gustase.

Yo durante toda mi adolescencia fui a hacerme la cera al centro de estética de una tía mía, y no es porque fuera mi tía, pero la verdad es que su centro era de lo mejorcito, todos los años hacía cursos y formaciones para aprender nuevos tratamientos y técnicas y era muy exigente con la calidad del trabajo de sus empleadas, a las que, por supuesto, pagaba los cursos que exigía y el alojamiento donde fuera si era necesario. Yo sólo me había hecho las cejas en una ocasión y fue a cargo de dos empleadas de mi tía, quienes me hicieron un tratamiento para el acné que había convertido mi cara en un cráter, me depilaron el bigote y el entrecejo, me decoloraron el vello facial y me ofrecieron hacerme las cejas, dejándome claro, eso sí, que respetarían su forma natural. Cuando terminaron conmigo yo me sentía una princesa; el acné tardó en desaparecer, claro, pero al menos no me picaba la cara, mi bigote de guerrillero puertoriqueño había desaparecido y los pelos de los extremos de mis cejas también, con lo cual me habían quedado perfiladas pero conservaban su forma y grosor. 

Al cabo de los años y coincidiendo con mi llegada a Bachillerato mi tía se jubiló, y aunque una de sus empleadas se quedó con el negocio no tardó mucho en dejarlo, pues las demás prefirieron buscar empleo en otros centros y ella sola no fue capaz de sacarlo adelante. Así, me quedé sin mi centro de estética de confianza, yo no era capaz de hacerme la cera sola, mi madre me hacía mucho daño y yo aún creía el falso mito de que la cuchilla provocaba más cantidad de pelo y más fuerte, así que ahí me vi, a la busca de un sitio donde pudiera amoldar mi cuerpo a los cánones de belleza sin que me sacasen un ojo de la cara ni tratasen de venderme tratamientos y productos que no había pedido, y un día, hablando del tema con una de mis amigas del instituto, me dijo: ‘’tía, pero si mi madre es esteticista, lo único que tiene la cabina en casa, pero puedes venir cuando quieras’’.

Yo me alegré infinitamente porque encima me llevaba genial tanto con esta chica como con su madre, alguna vez habíamos quedado para estudiar juntas y había ido a su casa, pero yo qué sé, nunca había salido el tema y obviamente no me había dado por asomar el hocico a aquella habitación que solía estar cerrada, así que quedé con mi amiga en que me pasaría el número de su madre para que concertase cita con ella y dicho y hecho: al día siguiente empecé a ir a que me hiciera la cera. al principio todo iba muy guay, obviamente la madre de mi amiga no disponía de los medios y los productos súper pro con los que contaban en el centro de mi tía, pero era una persona con la que estaba muy a gusto, el resultado era bueno y encima me hacía precio, además normalmente aprovechaba y me quedaba un rato de palique con mi amiga, así que estaba bastante contenta.

El problema vino el día en que me ofreció hacerme las cejas y acepté, claro, a mi amiga se las hacía ella y se las dejaba guay, así que por qué no. Claro que mi amiga tenía unas facciones totalmente distintas a las mías y las cejas de por sí bastante finas, y di por hecho que a la hora de hacérmelas a mí tendría en cuenta el grosor y la forma de mis cejas y mis rasgos faciales.

Craso error.

Sí que noté durante el proceso que tardaba mucho y me dio la sensación de que tocaba donde no debía, pero decidí confiar, pensando que simplemente usará una técnica distinta a la de las empleadas de mi tía, al igual que para la depilación corporal. Sin embargo, cuando terminó conmigo y me miré al espejo mi cara de sorpresa no se debió únicamente al susto inicial: mis cejas prácticamente habían desaparecido, quedando de ellas tan sólo una fina línea de pelo muy por encima de mis ojos. Parecía estar perpetuamente sorprendida, ¡aquellas cejas no eran mis cejas! Cuando me preguntó orgullosa que si me gustaban le dije que sí porque qué iba a hacer, ¿decirle que me veía como una caricatura de mí misma? ¿Exigirle que despegase los pelos de las bandas de cera y que me los reinjertase uno a uno? Aquello no tenía solución, y lo peor era que no sabía si iba a llegar a tenerla algún día. Cuando llegué a mi casa mi madre me preguntó que qué había pasado y mi padre de descojonó de risa, y la verdad es que no le culpo porque sí, mi cara parecías un verdadero chiste, hasta el punto de que durante varios días apenas salí de casa y me pasaba la vida revisando mis cejas en el espejo, dudando sobre si era mejor dejar crecer los pelitos y arriesgarme a que no salieran todos los que tenían que salir y mi cara pareciese la de un pingüino de penacho amarillo o quitármelos y resignarme a parecer Macaulay Culkin durante el resto de mi vida.

Lo mejor de todo esto fue el día que mi amiga vino a comer a mi casa, preguntó súper ufana a mi madre que si le gustaba lo guapa que me había dejado la suya y le contestó con toda franqueza que no, menos mal que había confianza y no se lo tomó a mal, pero al menos a mí me hizo reír su cara de pasmo.

 

Por suerte, con el tiempo mis cejas fueron volviendo a su ser, y sí, seguí yendo a casa de mi amiga a que su madre me hiciese la cera hasta que decidí dejar de pasar por semejante tortura, pero eso sí, no dejé que volviera a acercarse a mi cara.

 

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