Mi relación con mi madre es de todo menos perfecta. Me gustaría poder decir que nos llevamos a rabiar porque somos muy parecidas, pero no es el caso. Nuestra forma de ser es completamente opuesta. En cambio, mi padre y yo sí que nos entendemos. Con él todo fluye. No tengo necesidad de hablar para que me entienda y más de una vez acabamos bromeando y riéndonos de nuestras ideas absurdas mientras el resto nos miran con cara rara. Con mi madre todo era diferente.

Recuerdo nuestra primera bronca. No os estoy hablando de la típica discusión porque tienes la habitación desordenada, no. Os hablo de los peores días de mi vida. Mejor dicho, de las peores épocas de mi vida.

Mi hermano volvió a casa porque padecía depresión y yo, que acababa de cumplir 18 años, pedí un cambio de universidad para pasar más tiempo con él y apoyarle. Él ya había sufrido este horrible trastorno que no le deseo a nadie, pero esta vez fue incluso peor porque destrozó a mi madre psicológicamente. Decidí que tenía que ser la fuerte de la familia, porque mi padre también estaba muy afectado.

Mi madre empezó a actuar de una forma terriblemente sobreprotectora con mi hermano y destructiva conmigo. Criticaba todo lo que hacía y todo lo que decía. Si conseguía que mi hermano me acompañase a dar un paseo, estaba mal porque tenía que descansar y todavía no tenía fuerzas suficientes para salir de casa. Si mi hermano y yo veíamos una película de miedo -que siempre habían sido nuestras favoritas- estaba mal porque luego él no podría dormir.

La sobrecarga mental era brutal, pero yo aguantaba porque sabía que ella estaba sufriendo muchísimo. Se sentía mala madre y esa su forma de canalizar esa inseguridad. No la puedo juzgar, no sé cómo actuaría yo en esa situación.

Un jueves me dijo lo más doloroso que me han dicho jamás: “estás siendo egoísta y por eso tu hermano está como está”. Esa frase fue un puñal y todo lo que llevaba conteniendo meses salió a la luz. Cogí las llaves de casa y conduje hasta casa de mis tíos. “Ya sabes cómo es tu madre, tienes que aguantar”, dijeron. Me bebí una tila y fui al trabajo de mi padre. “Ya sabes cómo es mamá, tenemos que aguantar”. Aguantar lo inaguantable… ¿Sería capaz?

Al día siguiente mi madre actuó como si nada hubiese sucedido. Esa era su forma de solucionar los conflictos y yo la pasaba por alto cuando discutíamos por tonterías, pero esta vez no. Le dije a mi madre todo lo que pensaba, busqué trabajo y me mudé. Entre tanto centré mis esfuerzos en sacar a mi hermano adelante, ignorando por completo las críticas de mi madre. Fueron meses duros, pero mi hermano salió del pozo y yo me fui con él.

Con el tiempo descubrí que todos eran conscientes de lo mal que se estaba portando mi madre conmigo, pero nadie dijo nada. Nadie me defendió. Prefirieron no meterse. No les juzgó. Entre primos y hermanos no se mete la mano, y entre una madre y una hija menos.

El tiempo pasó y nuestra relación mejoró, pero aquellos meses eran un tabú. No hablábamos del tema hasta que un día le dije todo lo que sentía. Primero se puso al a defensiva, luego me contó su versión de la historia, después me pidió perdón por haberme tratado como una adulta cuando era una cría, y finalmente reconoció que fue cruel conmigo. Sus disculpas no han impedido que llore al recordar esos momentos tan duros.

Hace quince minutos me ha escrito un mensaje diciendo que está en urgencias atacada de los nervios y que a lo mejor tienen que operarla. No sé qué le pasa. No coge el teléfono. Sólo sé que quiero a mi madre con todo mi corazón y que llevo años juzgándola por un gran error que cometió en el momento más duro de su vida.

La gente comete errores, sobre todo los padres. Podemos odiarles y aferrarnos al rencor, es la opción fácil. Yo decido perdonar y os aseguro que no pasará ni un día más sin decirle a mi madre que la quiero más que a nada.

 

Redacción WLS