Yo crecí en un barrio obrero. Uno en el que convivíamos las familias que hoy quieren llamar de clase media, pero todos sabemos que nos faltaba mucho para eso y las otras familias. Esas que son igual de obreras, pero fingen que no, despreciando a quienes no se les caen los anillos por arremangarse y ponerse a trabajar y quienes sonríen sin vergüenza por la calle. Ya sabéis, esa gente que tiene un gesto permanente de estar oliendo un pedo y que mira por encima del hombro currito que llega a casa lleno de yeso de la obra cuando en realidad ha tenido que financiar la factura del gas porque el fin de semana se ha ido a comer a un restaurante que no se puede permitir. Esos que nos reñían por pisar “sus jardines”, que eran en realidad unos trozos de césped que decoraban un poco el espacio entre los edificios de protección oficial en los que vivían. Y, para contrarrestar con esa gente bastante despreciable, estaban las enormes familias gitanas que vivían en la acera frente e la mía.

Yo crecí jugando en la calle. ¿No me daba cuenta de que su piel era más oscura y su forma de hablar diferente? Por supuesto, pero sus pelotas eran igual de redondas que las mías y al brilé se juega igual en todas partes (en realidad no, y creo que incluso se llama distinto, pero ya me entendéis). A medida que fui creciendo, los prejuicios de algunos vecinos fueron llegando a mis oídos y fui observando más…

Cuando fui madre juré que esto no dejaría que pasase en mi casa. No iba a dejar que mis hijos jugasen influenciados por los estereotipos que las personas adultas nos empeñamos en reproducir. Y, como me parece igual de nocivo enseñarles a odiar que felicitarles por jugar “a pesar de que…”, me dediqué a intentar que fueran ellos mismos los que conociesen a los niños y niñas del parque, del cole, de donde sea y decidan con quien juegan y con quien no. Es obvio que llegarían dudas de por qué este habla así o aquella lleva un pañuelo en la cabeza… Pero es sorprendente cómo, sin intervención adulta, estas cosas ellos son capaces de obviarlas, porque ven más allá y solamente ven personas con las que jugar y amigos y amigas a las que contarles sus cosas e invitar a merendar.

Ya no vivimos en el barrio que me vio crecer y no hay muchas familias gitanas en nuestro entorno actual. Pero nos hemos cambiado de colegio y en este cole nuevo sí tienen compañeros y compañeras gitanas. Me di cuenta en la primera reunión de la clase de mi mediano. Vi a una mamá que conocía de haber visto por mi barrio. Me alegré de ver una cara conocida. Cuando dijo cómo se llamaba su hija me reí, pues era esa niña de la que mi hijo tanto me hablaba siempre y no me extrañó en absoluto. Las dos éramos nuevas en el cole y, al igual que yo me percaté de la etnia de la nueva amiga de mi hijo, lo hicieron el resto de madres (diría y padres, pero el único hombre presente era mi ex, así que lo omito). Y, como hacían aquellos señores altivos de mi barrio, comenzaron los comentarios por lo bajo, las miradas de superioridad… ¡Cuánto me alegro de que vayan en bus y no tener que socializar!

Con el paso de las semanas llegaron las primera preguntas sobre su nueva amiga. Pues sabían por qué sus amigas argentinas del otro cole hablaban distinto, pero su nueva amiga no era de otro lugar. Entonces hablamos de culturas, de costumbres distintas entre familias, hablamos de religión y de muchas otras cosas, pero sobre todo hablamos de respeto. Pero uno de esos días mi hijo llegó a casa muy triste. Su amiga no había ido al cole hoy y la profe dijo que a lo mejor tardaba un tiempo en venir. Alguien le había contado lo que su familia le explicó de los gitanos en casa y un pequeño grupo empezó a preguntarle si ella también robaba, si vivía en una chabola sin agua ni jabón, si era cierto que era su familia la que traía los piojos al colegio… ¡Increíble!

Habrá quien diga algo de la maldad de los niños, pero en este caso lo que estaban haciendo era contrastar con la fuente la información que le habían dado en casa. Como era de esperar, alguno que era más “graciosillo” pasó directamente al ataque y le dijo que su casa olía mal y que su padre robaba cobre en las obras para comprarle los pendientes a ella. Mi hijo no pudo evitar llorar porque no entendía que a su amiga, que hasta antes de la reunión nadie había tratado distinto, ahora la acusasen de cosas horribles y se rieran de ella. Además, la profe les dejo que ella no quería volver al colegio y él la echaba de menos.

En esos días me tocaba ir a ver a la tutora del niño y le pregunté qué había pasado. Me dijo lo que ya sospechaba. Desde la reunión, algunas niñas habían empezado a dejarla de lado sin más y luego llegaron los interrogatorios y más tarde las mofas. Ella no lo vio venir y actuó tarde, pero está muy implicada en revertir el malestar de la niña. Me dijo que, desde esos dos días que faltó al cole, mi hijo no se separa de ella porque no quiere que nadie se meta con ella. Ellos no son demasiado compatibles y acaban discutiendo, pero él sigue muy pendiente de que no esté sola y nadie se meta con ella.

Hace poco llegó la gran pregunta “Mamá, ¿entonces está mal llamarle a mi amiga gitana?” ¡Qué difícil parece a veces, pero en realidad no lo es tanto! “Lo importante no es lo que se dice si no la intención con la que se dice. Tu amiga es gitana y eso no es nada malo, pero hay quien utiliza esa palabra como insulto o como ataque a ella y eso es lo que está mal. Igualmente no es necesario mencionar si es gitana o no, no es relevante en ninguna conversación que podáis tener en el cole igual que no se menciona que tu eres rubio y te estás llenando de pecas, que somos ateos… Cada familia es de una manera y solamente hay que respetar.” Él me miró con esa cara tan graciosa que pone cuando quiere ser solemne y me dijo “Ya me parecía”.

Pero yo sigo impactada por comprobar cómo, después de 30 años no hemos cambiado nada, cómo culpamos a la malicia de los niños cuando no fue hasta que las mamás conocieron a la mamá de la niña que empezaron los problemas, cómo seguimos llenando la cabeza de nuestras criaturas con prejuicios obsoletos, robándoles la oportunidad de querer conocer por sí mismos.

Hace poco, durante la cena, mi hijo me dijo “Mamá, acabas de hablar igual que mi amiga”. Yo suspiré y recordé mi barrio y recordé a mi primer amor, un chico gitano muy guapo que me llevó toda la adolescencia por la calle de la amargura y del que me quedé, sin darme cuenta, algunas expresiones.