Si por algo nos caracterizamos los millennials, ya sabéis, aquellos nacidos entre los 80 y principios de los 90, es por la gran mentira de nuestra generación, que no es otra que la de “estudia para ser alguien en la vida”.

La promesa de que el esfuerzo académico sería recompensado con una vida de éxito y estabilidad económica, se quedó en el limbo. Yo soy una de esas personas que estudió una carrera, se sacrificó durante años, fines de semana sin salir para estudiar, sobrevivir con la paga que me de daban mis padres y trabajillos de fin de semana, para, al final, no ejercer mi profesión.

Me crie en una familia humilde, pero que valoraba enormemente la educación. Mis padres, al igual que, seguramente, muchos otros, veían en el estudio la única vía para escapar de la precariedad y alcanzar una vida mejor. Supongo que como ellos no tuvieron la oportunidad de formarse y a una edad temprana comenzaron a trabajar, lo de no haber estudiado en la universidad es un traumita que tienen.

Con esfuerzo y dedicación, llegué a la universidad y me licencié en Periodismo. Mi carrera en ese momento no era de las que más salidas laborales tenían, pero había trabajo, así que jamás pensé que no llegaría a ejercer.

Poco después de graduarme, estalló una crisis económica que golpeó duramente al mercado laboral: la burbuja inmobiliaria del 2008-2009. Se destruyeron un gran número de puestos de trabajo, y no sólo en el sector de la construcción, que fue el más afectado, sino en muchos otros.

Después de años de estudio y sacrificio, me encontré sin empleo y sin perspectivas claras de futuro.

 

De la universidad al mercado laboral: un camino incierto

A los 40 años, trabajo como dependienta en una tienda, una ocupación que tomé inicialmente como una solución temporal, pero que se ha convertido en mi realidad permanente. Eso sí, tengo una dilatada experiencia laboral de unos quince años como dependienta y atención al público, pero como periodista, cero.

Nunca he llegado a tirar la toalla. Desde que acabé la carrera, me puse a trabajar en comercio, pero siempre a tiempo parcial para tener tiempo libre para seguir formándome. Ahora un máster, ahora un curso de Photoshop, ahora me pongo con los idiomas… Hasta casi los treinta, fui la eterna estudiante.

Pero cumplidas ya las tres décadas decidí que era hora de centrarme en otras cosas como formar una familia. Y no, nunca es buen momento para tener hijos, pero si deseas ser madre, pues te lanzas a la aventura.

Ahora, reflexionando sobre mi trayectoria, no puedo evitar pensar en cómo sería mi vida si hubiera tomado un camino diferente. Si a los 18 años hubiera comenzado a trabajar como dependienta a jornada completa, en lugar de invertir tiempo y dinero en una carrera universitaria, probablemente hoy tendría un puesto de mayor responsabilidad, como encargada de zona, y una estabilidad económica que ahora me resulta inalcanzable.

Trabajar desde joven me habría permitido generar ingresos desde temprano, lo que me habría dado la oportunidad de ahorrar y posiblemente adquirir bienes materiales como un coche y un piso, símbolos de una vida solucionada. Y, por supuesto, habría sido madre más joven, y no con treinta y muchos.

“Pues haber estudiado”

Pues a mí no me sirvió de nada estudiar, esa frase tan clasista que hemos escuchado tantas veces, mi generación ha demostrado que no era verdad. Que a veces los estudios no te garantizan una vida acomodada y un trabajo que te encante.

En ocasiones me cuestiono de quien es la culpa, si es de mis padres por presionarme tanto para que estudiara, si es del momento actual que no le da valor a un título universitario o si simplemente hemos tenido mala suerte.