Así de entrada podría decirse que es una pregunta un tanto absurda. ¿Quién no va a querer respetar la intimidad de sus hijos en plena adolescencia? Todos hemos pasado por esa etapa de incomprensión, de sentimientos a flor de piel, de miedos e incertidumbres… Pero también de tomar según qué decisiones poco o nada acertadas.

Mi hija Laura, de 15 años, se encuentra justó ahí, en ese momento en el que solo ella importa y todo lo demás molesta. Ha llegado un punto en su día a día que el resto de la casa como si se quema o desaparece, su espacio es su habitación y no solo eso, sino que bajo ningún concepto podemos acceder a su cueva. Empezó optando por dormir con la puerta cerrada, cerrando para hablar por teléfono sin ser escuchada, pero creo que las cosas ya rozan lo absurdo y exagerado.

No hace muchos días Laura se acercó a mí mientras limpiaba la cocina para preguntarme si podía poner una llave en la habitación. Su intención era crear algo así como su propio apartamento en nuestra casa, es decir, que mientras ella no estuviera, nosotros tampoco tuviésemos acceso a su habituación. Me dio tal ataque de risa que le dije que de hacerlo tendría que empezar a pagarme un alquiler, ya que aquella habitación hasta donde yo sabía pertenece a mi casa, mi piso, y que si quiere hacer uso de él en exclusividad, serían unos 300 euros al mes con pensión completa. Se enfadó tanto conmigo que esa tarde se encerró, echó el pestillo de la puerta y puso a Bad Bunny a todo volumen (más que nada porque sabe que odio las canciones de ese señor con todo mi ser).

Mi pareja y yo lo hablamos, a mí seguía dándome la risa, creo que un poco por los nervios de aquella situación, pero él lo tuvo claro: se acabó el pestillo y, no solo eso, se acabó la puerta. Al día siguiente, según Laura salió para el instituto, vi como mi marido iba directo hacia su habitación con toda la intención de descolgar la puerta. Quitó con cuidado las fotografías que la decoraban y las puso sobre la cama. Decidí tomarme una tila – o dos o tres – esperando que la respuesta de Laura no fuese como me la imaginaba.

Fue no solo como la esperaba, sino el triple o cuádruple. Cuando Laura volvió de clases se dirigió directa a su cuarto y pude escuchar sus gritos desde la cocina. Se acercó a mí como un miura preguntando qué había pasado, esperando que aquello hubiera sido un accidente. Por mi parte solo le pedí que se relajara y que se preparase para comer. Laura explotó de rabia y lo único que dijo fue que se iba a encerrar en el baño hasta que le pusiésemos de nuevo su puerta.

Esperé que mi marido volviese de trabajar, pasada una hora, para actuar o más bien no hacerlo. Optamos por dejar que Laura fuese consciente ella sola de la tontería que estaba haciendo. Comimos, descansamos y de vez en cuando la escuchábamos dentro del baño hablando por teléfono para contarles a sus amigas todo lo que le habíamos hecho. Tenía ganas de tirar abajo aquella puerta para explicarle lo mucho que se iba a arrepentir de todo lo que estaba haciendo. Intenté ponerme en su lugar, en casa de mis padres eso de cerrar la puerta de la habitación no era una opción ¿qué necesidad de aislarse de aquella manera?

Cuando se cansó de su encierro vimos como la puerta del baño se abría, Laura gruñía mientras iba hacia su habitación y tras un buen rato la escuchamos maldecirnos por quincuagésima vez. Le pregunté a mi marido si quizás nos habíamos pasado tomando aquella decisión, y él solo dijo que en absoluto. Fue ella la que nos había propuesto aislar su cuarto del resto de la casa como si no mereciésemos respeto o nos estuviera escondiendo algo. Era cierto, lo pensé, ¿ por qué no iba a querer que entrásemos en su habitación mientras ella no estaba?

Jamás se me hubiera ocurrido rebuscar entre sus cosas, o ponerme a abrir cajones esperando encontrar algo que reprocharle. Nunca lo haría, en la vida. Quizás por eso el hecho de que ella quisiese cerrar su puerta con llave me ofendía tantísimo. Jamás le habíamos dado pie a pensar así de nosotros, nos había ofendido de una manera muy gratuita.

Nuestro silencio dio sus frutos y para la hora de la merienda Laura se acercó a la cocina con cara de pena buscando sobre todo nuestra mirada. Le pregunté si tenía hambre asintió dándome a entender que enseñaba la bandera blanca. Me senté junto a ella en la mesa de la cocina y lo único que le dije fue que comprendía que necesitase su espacio, pero que nosotros no somos el enemigo, y que nunca nos inmiscuiríamos en sus cosas. Siempre habíamos confiado en ella y le habíamos dejado tomar sus decisiones, era incomprensible que de pronto tuviese esa imperiosa necesidad de alejarse así de nosotros.

Desde ese día Laura vive sin puerta en su habitación. Hay quien piensa que somos demasiado duros con ella, pero en nuestro caso tampoco cerramos nunca la nuestra. Queremos que comprenda que las puertas no son las que dan la intimidad, sino la confianza en nosotros, que somos su familia. No quiero ver crecer a una hija que día a día se aleje más de mí o que viva su vida como si nosotros solo fuésemos sus compañeros de piso. Sé que tiene que tener secretos, que hay cosas que jamás me contará, pero para ello no es necesaria una puerta. ¿No creéis?

 

Anónimo

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