Yo era de las que decían que cuando tuviera hijos no les iba a dejar el móvil.

Es más, criticaba a las madres y padres que permitían a sus bebés o niños pequeños andar con sus teléfonos.

Me parecía una cosa horrible y no veía qué necesidad había de tener a los peques enganchados a las pantallas desde la más tierna infancia.

¡No habrá tiempo en la vida para engancharse al teléfono!

Y luego me quedé embarazada. Y di a luz. Y tuve un niño.

Más mono… tan chiquitín… tan bonico… tan listo… tan despierto… tan movido…

Cuando nació me quedaba embobada mirándolo mientras dormía en mis brazos y trataba de imaginar cómo sería cuando fuese un poco mayor.

Mi hermana tiene una niña que por aquel entonces tenía tres añitos y que era un amor. Siempre riendo y entretenidita con sus juguetes o con un simple folio y unos lápices.

Yo, que no tenía más niños en mi entorno para comparar, pensaba que mi hijo iba a ser como su prima. O al menos parecido.

Pero va a ser que no, el bebé trampa de la familia le había tocado a mi hermana y se ve que ya no quedaban más.

Porque mi niño es un amor, pero tranquilo, lo que se dice tranquilo, no es.

Es un terremoto, no para quieto y tiene una energía inagotable.

Conclusión: creo que tenía como ocho meses la primera vez que acudí a mi maldito teléfono móvil para entretenerlo, aunque fuese por unos minutos para poder tomarme un sándwich sentada mientras él le iba dando con el dedito a la galería.

Yo, que presumía de que mis hijos no iban a jugar con pantallas antes de los tres años, me veía usándolas a diario con mi bebé de menos de uno. Ya fuera para obtener minimomentos de paz o para cubrir necesidades básicas tales como dar dos bocados seguidos a mi comida, ir al baño sin un bebé enganchado a la pierna o mantener una conversación con otro adulto sin interrupciones constantes.

Me resistí todo lo que pude, de verdad.

De hecho, ni siquiera le ponía vídeos de la granja de Zenón o la Patrulla Canina o cosas así. Eso lo hice más tarde…

Al principio simplemente le dejaba ir pasando fotos de la galería. Le encantaba ir reconociéndonos en ellas a su padre, a mí y a él mismo, que era el protagonista de la mayor parte de las imágenes y los vídeos.

Él se lo pasaba pipa y yo podía hacer cosas con más tranquilidad.

¿Por qué renegar del móvil, si era una maravilla?

Pues lo abandoné de golpe y porrazo… el día que mi hijo publicó una foto mía en bolas en Instagram.

Aquella mañana había empezado muy pronto, el niño se había pasado media noche de jarana y me tenía despierta y en pie desde las seis y media. El día se presentaba largo, pero que muy largo.

Así que lo bañé, lo vestí, le di el desayuno mientras yo mordisqueaba desganada una tostada y decidí que necesitaba una ducha que me ayudase a espabilar antes de entrar en modo juegos un rato, hasta que nos dieran las diez para bajar a la compra y esas cosas.

Como era habitual cuando estábamos los dos solos, abrí el agua, trasladé su trona al baño y lo senté en ella en un punto en el que lo tenía a la vista mientras me duchaba, pero desde el cual no alcanzaba a tocar el agua ni a tirar nada dentro de la bañera. Que nos conocíamos.

Puse el teléfono en vertical ante él y abrí la galería.

Disponía de unos cinco minutos bien apañaos para darme la ducha que tanto necesitaba mientras él no dejaba de pulsar y deslizar el dedo por la pantalla.

Bendita tecnología.

Me duché, sequé y vestí sin prisa, el niño estaba feliz allí sentadito.

Y eso que, cuando fui a cogerlo para retirar la trona y llevármelo al salón a jugar con sus cubos, vi que ya no tenía abierta la galería y que estaba moviéndose entre las diferentes pantallas de inicio.

Así que el peque agradeció el regreso de la atención de su madre y se puso feliz de que me tirara en la alfombra a jugar con él.

En esas estábamos cuando, aproximadamente una hora después, escuché el tono de llamada.

Era su padre.

Descojonado de la risa, el muy mamón. Tanto que apenas si pudo explicar que me llamaba para confirmar que yo no tenía ni idea de la historia que había subido a Instagram.

En cuanto entendí el motivo de la llamada le colgué sin siquiera despedirme y entré en Insta.

No me digáis por qué azares del destino, la tecnología y las pantallas táctiles, la combinación de los inocentes toqueteos de mi hijo de año y medio dieron como resultado la publicación de mi primer desnudo en internet.

Ahí estaba yo, en bolas en la ducha, dándome el champú y en un ángulo muy logrado con el que mi pequeño artista de la fotografía espontánea había conseguido que se me viera una teta y todo el culamen.

Que la foto estaba desenfocada y la mitad de la instantánea la ocupaba la cortina, pero hay que reconocerle el mérito.

No tenía hashtag ni un gif o emoji ni mucho menos algún texto, obviamente, pero ya la habían visto más de veinte de mis seguidores. Y cinco cuentas que no conocía y que no tenía ni idea de cómo habían llegado a verla.

Tres de mis amigas habían reaccionado, dos enviando aplausos y otra la carita con ojitos de corazón. ¿¿En serio?? ¿¿Corazones??

Todavía roja como un tomate, y bastante molesta y enfadada, borré la historia y cambié mi perfil de público a privado. Por si acaso.

De todos modos, aunque sigo dejándole el móvil con cierta frecuencia, ahora me aseguro siempre de dárselo con el modo avión activado.

 

Anónimo

 

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