Estás en un restaurante cenando con tu pareja y disfrutando de una velada agradable. Buena comida, buen vino, buena compañía, buen ambiente… no, espera. Buen ambiente no del todo. Es decir, sí, pero no, porque en la mesa de al lado hay una pareja con dos niños pequeños que han echado ácido clor… sí, ácido clorhídrico encima de sulfato… vamos que la están liando parda.

Has vivido algo similar y sabes de lo que hablo, ¿verdad? Yo también, porque lo he experimentado en numerosas ocasiones, sentada en la mesa de la parejita. Lo malo es que ahora estoy al otro lado, y no sé cómo coño nos hemos convertido en una de esas familias odiosas. Una de esas con efectos anticonceptivos, las parejas sin hijos que comen a nuestro lado se replantean sus deseos de tener descendencia.

Os diré más, estoy por ofrecer nuestros servicios a empresas o al Ministerio de Educación, por ejemplo. No sé, podíamos grabar una especie de reality y que les pusieran los videos a los alumnos a partir de la E.S.O.

Ni regalar preservativos ni ná de ná. Los chavales ven lo que es el día a día en mi casa y se les quitan las ganas de andar arriesgando con el sexo sin protección. Vamos, lo tengo clarísimo.

Y es que he pasado muchos años en el otro lado, y sé perfectamente lo que se le pasa por la cabeza a quienes ven las escenas que ahora coprotagonizo junto a mi marido y mis pequeños demonios.

No hablo de niñofobia, eh, que siempre he sido de los que comprenden que los niños, niños son, que forman parte (muy importante) de la sociedad y que es natural que hagan ruido, chillen, correteen por ahí y todas esas cosas normales en esos adorables bajitos.

Hablo de esas familias que, por una cosa o por otra, terminan por llamar la atención del resto de los clientes del restaurante, cafetería, cine, supermercado… da igual cuál sea el escenario. Esos que no solo llaman la atención, sino que consiguen que la gente se fije en lo que están haciendo, en cómo lo hacen y en ser juzgados por ello.

Porque sí, al ser humano lo de juzgar al prójimo se le da muy bien. Puede ser incluso una afición para algunos. Y digo esto con conocimiento de causa porque yo, antes, me pasaba la vida emitiendo juicios sobre este y aquel, y el otro y el de la moto. Ojo, que mis juicios eran eso, míos y solo míos. Nunca se me ocurrió ir a decirle a nadie que tal cosa que hacía no estaba bien o que mejor lo hiciese de tal modo, ni mucho menos, pero mis pensamientos estaban ahí, no lo podía evitar.

Y sobre este tema en particular, debo reconocer que yo era me creía mucho mejor madre antes de serlo, que ahora que lo soy. Qué le vamos a hacer.

La maternidad me ha enseñado muchas cosas, pero una de las más importantes y aplicable a cualquier otro aspecto de la vida de las personas, es que no hay que juzgar nunca a nadie. No puedes juzgar a una persona por lo que ves desde tus limitadas miras, y menos por lo que crees que ves. Porque lo cierto es que no sabes nada.

Yo era de las que le hacía miraditas a mi chico y susurraba por lo bajini cosas como las que siguen (agarraos porque es muy fuerte):

-Vaya grito le ha pegado al pobre crío, si sólo quería jugar con cucharita.

-Mira, con tal de comer ellos tranquilos le dejan pintar en el mantel de papel. A ver luego cómo le explican que en uno de tela eso no se puede hacer.

-¿Esa niña no es muy grande para estar sentada en una trona? Así nunca va a aprender a estar a la mesa como es debido.

-Le están dando un potito en vez de pedirle una crema de verduras o enseñarle a comer sin triturar. Pues les va a ir bien cuando empiece el colegio…

-Tienen al niño atontado con el móvil, igual podían probar a hablarle y hacerle caso y pasar de las pantallas. Pero claro, así no comerían tan tranquilos.

-Joé, si yo para salir a comer por ahí tengo que llevarme todos esos juguetes y ni aún así logro dar dos bocados seguidos, mejor me quedo en casa.

-Esa madre le está dando la merienda al niño a las siete de la tarde. ¿La cena que se la da a las doce de la noche?

-Muy bien ese, lleva dos carritos, uno para la compra y otro para contener a los niños. No vaya a ser que les enseñe a comportarse en el supermercado, alucino.

Es cierto que hay familias con niños pequeños que logran hacer ‘vida normal’ y acostarse cada noche sin enfados, gritos, fregonas y dos paquetes de toallitas. Yo una vez vi una.

Pero muchos nos hemos convertido, sin saber muy bien cómo, en familias de esas que es mejor que se sienten en una de las mesas del fondo.

Antes de tenerlos estaba convencida pensaba que mis hijos se sentarían a la mesa tranquilitos, comerían de todo sin apenas mancharse y aguantarían un rato de sobremesa sin protestar. Porque así se lo íbamos a enseñar.

La realidad es que cada vez que vamos a comer o cenar fuera intentamos que sea a un sitio en el que haya una zona de juegos. Vamos a lo seguro cuando pedimos su comida, la sobremesa ¿eso qué es?, y siempre llevamos una mochila con algunos juguetes, plastilina, moldes, folios y rotuladores. Cosas que pasan más tiempo en el suelo por debajo de las mesas, que en las manos de aquellos a los que debían entretener para que los adultos podamos comer medio tranquilos entre un paseo al baño porque ‘tengo caca’ y el siguiente porque ‘antes no, pero ahora de verdad que sí tengo caca’.

Somos de esos que intentan no gritar, pero, qué quieres, a veces es imposible contenerse. De los que siguen unos horarios y una rutina, pero uno nunca está exento de tener que dar un plátano a las siete de la tarde, o a las nueve de la noche; porque el peque lleva todo el día malito sin comer y si ahora ves que le apetece, pues claro que se lo das.

De los que usaron las tronas hasta que ya no cabían porque era la única manera de que no se bajaran de la silla y dejaran de comer después de cada cucharada del puré, porque comer trozos, va a ser que no. De los que dieron potitos a sus hijos de vez en cuando. De los que tiraban de La Patrulla Canina en el móvil porque los que estábamos caninos éramos nosotros, que no habíamos podido ni desayunar y de verdad que necesitábamos un momento para comer sin interrupciones.

La última vez que fui al super sin meter a los niños dentro del carro de la compra, pasamos un rato muy divertido (sarcasmo modo on) ayudando a uno de los empleados de la tienda a colocar de nuevo en la estantería doscientos botes de espuma de afeitar (gracias señores de Gillete por no hacerlos de cristal). La última vez que se me ocurrió ir a comprar con los dos demonios niños, acabé pidiendo hielo en la pescadería para ponérselo en los chichones que se hicieron al volcar el carro en la frutería mientras yo les di la espalda un segundito para coger manzanas.

Quizá mis retoños sean un pelín más endemoniados que la media y nosotros muy mejorables como padres, que puede ser, pero sé que no somos los únicos que nos hemos convertido en ‘una familia de esas’. Veo muchas por ahí cuando abandonamos la seguridad del hogar y nos metemos en sitios públicos.

A los que estáis en mi situación, ánimo y a seguir haciéndolo lo mejor que sabéis/podéis.

A los que nos sufrís… ¡recordad las que les montabais a vuestros padres cuando erais pequeños y apiadaos de nosotros!

 

 

Foto de portada de Emma Bauso en Pexels