Dramamá: Las vacaciones más caras de mi vida

 

Tener hijos es caro, eso lo sabe todo el mundo.

Y yo lo sabía cuando se me ocurrió tenerlos. Si bien es cierto que no había planeado tener gemelos ni que me salieran tan… movidos. Revoltosos. Traviesos. Imparables. Indomables. Desquiciantes. Peligrosos. Caros, carísimos.

Si es que son mis hijos queridos, lo que más quiero en este mundo, lo mejor que tengo. Pero, coño, tienen que aprender a estar un poquito quietos. O, al menos, a moverse sin ocasionar daños a su alrededor.

O tal vez sea yo la que tiene que aprender que ellos son así y que no tiene pinta de que vayan a cambiar pronto. Más que nada por tomar medidas de contención serias.

El caso es que además de adorables y todo lo que ya he dicho antes, también son amantes de los deportes y cualquier tipo de juego que requiera de una pelota. Si tienen un balón a mano, bien. Y si no lo tienen, se lo inventan.

Todo les vale. El caso es que puedan arrojarse algo el uno al otro.

A lo largo de sus nueve años de vida esta afición de mis hijos por el lanzamiento de objetos ha dejado una buena cantidad de víctimas tras de sí.

Lo típico: jarrones, marcos de fotos, vasos… Cosas que, salvo que tuvieran un valor sentimental importante, eran fáciles de sustituir y/o no suponían una pérdida económica grave.

Hasta que tuvieron lugar los funestos sucesos de aquel maldito viaje.

Las vacaciones más caras de mi vida.

Dramamá: Las vacaciones más caras de mi vida
Foto de Pixabay en Pexels

Llevábamos mucho tiempo sin viajar y nos apetecía darnos un pequeño homenaje. Pequeño porque de los grandes no nos lo podíamos permitir. De hecho, no viajábamos desde que los niños dejaran de volar pagando solo las tasas al cumplir los dos años.

Recuerdo que estuvimos semanas valorando si nos íbamos diez días de camping o cinco a un hotel. Y ojalá nos hubiéramos ido al camping, pero no, nos fuimos a un hotel. A uno que estaba donde Pocholo perdió la mochila, razón por la cual tenía unas tarifas bastante asequibles. Sobre todo, teniendo en cuenta que era un cuatro estrellas de diseño superelegante. En el que tuvimos que pagar una habitación especial porque en las normales no nos podían poner dos supletorias.

 

Dramamá: Las vacaciones más caras de mi vida

 

La verdad es que era una de las mejores habitaciones en las que nos habíamos alojado jamás. Era enorme y estaba decorada con mucho mimo, como si fuese un domicilio particular y ricachón, no como la típica habitación de hotel fría e impersonal. Tenía un ventanal gigante con vistas a la montaña (el mar pillaba muy muy lejos) y una de las paredes del baño era también un cristal de suelo a techo. Era de cristal de esos que se puede poner transparente u opaco, para poder darte un baño con vistas, pero también cagar con intimidad. En fin.

Cristal. Era demasiado cristal para una familia como la mía.

Dramamá: Las vacaciones más caras de mi vida
Foto de MarcTutorials en Pexels

La hecatombe sucedió el último día.

De esto que luego te preguntas por qué, por qué no nos fuimos sin más después del desayuno. Por qué tuvimos que preguntar si nos permitían dejar la habitación un poco más tarde. Por qué coño nos dijeron que sí.

Si nos hubiéramos ido antes de las doce, nunca os estaría contando esto.

Pero no nos fuimos. Desayunamos con calma, nos dimos un último baño en la piscina con calma.

Volvimos a la habitación, mi marido y los niños se ducharon mientras yo recogía y organizaba las cosas. Dejé la maleta casi lista y, mientras mi marido se llevaba algunos bártulos al coche e iba pagando en la recepción, yo me metí en el baño para darme una duchita rápida.

Estaba enjuagándome el pelo cuando se desató el caos.

Los había dejado sentados en una de las camas viendo la tele y me había metido dentro de aquella bañera enorme sin que nada hiciera presagiar lo que se venía.

De pronto, crinch-crash-crinch-crash-craaaassh. Ruido inmenso. Cristales por todas partes.

Me costó entender cómo lo habían hecho mis hijos para cargarse dos cristaleras a la vez. Dos putas cristaleras enormes al mismo tiempo.

Los muy trastos se habían puesto a saltar en la cama y a jugar a pasarse dos bolas de metal que había sobre una bandeja muy mona en el mueble de la televisión. Tenían el tamaño perfecto, me dijeron. Pero eran muy pesadas. Y uno le dio en el pie al otro. Y el otro se enfadó con el uno. Empezaron a tirarse a dar.

Y vamos que si le dieron. Cada uno a un cristal.

¿Ya he mencionado que eran unos cristales enormes? Lo eran. Y carísimos. El de la pared del baño especialmente. La movida esa del cambio de opacidad no es barata, por lo visto.

Vamos, que quisimos quedarnos un rato y un buen rato más del previsto fue el que estuvimos en aquel hotel al que no podremos volver nunca más.

De modo que así fue como mis hijos le pusieron el broche final a las vacaciones más caras de mi vida y a nuestras ganas de irnos por ahí con ellos.

 

Mónica

 

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