Escribo esto con la esperanza de encontrar empatía en otras madres que hayan vivido situaciones parecidas a las mías. (Mis típicos despistes, en muchas ocasiones, me han hecho sentir la peor madre del mundo y me gustaría saber que no estoy sola.)

Es cierto que mi día a día es una locura. Estoy hasta arriba de cosas que hacer y, sobre todo, de cosas en mi cabeza que se agolpan unas sobre otras.

También es verdad que a veces siento que no hay espacio suficiente en mi mente para todas ellas y por eso algunas son inevitablemente ignoradas. Pero me machaco al pensar que todo esto no es excusa para que sean precisamente mis hijos, que no solo deberían ser sino que realmente son mi prioridad, los que sean “olvidados” y paguen las consecuencias de mi dispersión…

 

 

Y es que así ha sido más de una vez, y más de dos, y más de tres, si soy sincera… Por ejemplo, nunca olvidaré la ocasión en la que me llevé a la oficina a mi hija, siendo bastante pequeña, ya que estaba mala y no podía ni llevarla al cole ni dejarla sola en casa ni tenía a nadie con quien dejarla.

La pobre se quedó pintando y jugando durante toda la mañana en una de las mesas de mi despacho mientras yo iba y venía en un trajín de llamadas y de gestiones.

El caso es que no sé cómo fue posible que al final de la jornada me fuese directamente sola al coche para dirigirme a casa como era la costumbre. Pero, por suerte, no llegué a arrancar: nada más meter la llave, me acordé súbitamente de la pobre criatura y, llevándome las manos a la cabeza, volví a por ella inmediatamente.

Pero lo que os voy a contar hoy fue el colmo. No me percaté del error en ningún momento el día que me equivoqué de fiesta de cumpleaños y abandoné a mi hijo en un lugar lleno de desconocidos. La cosa fue así:

 

 

Un compañero del cole invitó a mi hijo a su fiesta. Se creó un grupo de WhatsApp donde enviaron la información pertinente: ubicación, sitio concreto y donde se habló del evento como siempre se solía hacer.

Yo, hasta arriba de estos grupos teniendo como tenía otra hija y sus respectivos grupos dobles de coles, clases, otras actividades, distintos eventos, sumado al poco tiempo del que disponía para estar pendiente del móvil, creí ingenuamente haber entendido todas las indicaciones correctamente.

 

Y, no sé por qué, leí mal o directamente mi mente se convenció de que la fiesta iba a ser en otro parque de bolas donde habitualmente se celebraban muchos de los cumpleaños…

El día llegó y yo no me molesté en asegurarme del sitio. Aunque el caso es que llegué a entrar de nuevo al grupo para confirmar la hora exacta, pero no se me ocurrió fijarme en el lugar.

 

 

Así que, con todo mi falso convencimiento, subimos al coche y nos dirigimos al lugar erróneo que mi loquita cabeza había entendido…

Cuando llegamos, la entrada estaba a rebosar de coches y no había posibilidad alguna de aparcamiento. Así que dejé el coche en doble fila y acompañé a mi hijo a la puerta con toda la urgencia del mundo, pues me daba miedo que me multaran.

En el mostrador, la chica que allí se encontraba nos preguntó a qué cumpleaños acudíamos. Le dijimos el nombre y ella comprobó que era correcto (la casualidad de que justo ese día se estaba celebrando el cumpleaños de un niño que se llamaba igual al amiguito de mi hijo, y la doble casualidad de que había otro niño invitado que se llamaba igual que el mío).

Con lo cual, la recepcionista tachó el nombre de mi hijo de la lista y lo invitó a entrar.

 

Yo le di un beso rápido y me fui rápidamente. Esa tarde, como solía hacer, aproveché para quitarme de encima un montón de cosas que tenía pendientes y apenas miré el móvil.

Daba por hecho que, si había alguna urgencia, me llamarían directamente y a eso sí estaba pendiente, pero no entré a WhatsApp en ningún momento.

Si lo hubiera hecho, me habría dado cuenta de que en el grupo del cumpleaños se me preguntaba por el niño y por el motivo de su ausencia: si estaba enfermo o había surgido algún contratiempo. También habría visto que no aparecía en ninguna de las fotos que se estaban enviando allí.

Así pasó la tarde y a última hora, a la prevista, regresé al local donde había dejado a mi hijo y me encontré con la sorpresa: ¡había pasado toda la tarde en el cumpleaños de un niño totalmente desconocido!

 

 

A pesar de no haberlo visto en su vida, la familia amable anfitriona, haciéndose cargo de la situación y dado que no había ningún dato de contacto para poder localizarnos y llevarnos de vuelta, lo aceptó en la fiesta como a uno más.

Cuando me percaté de la situación, después de que tanto el niño como los padres del homenajeado y las trabajadoras del lugar me la contaran, debí quedarme con cara de payaso y desear que la tierra me tragara…

Lo bueno es que mi hijo no se había enfadado conmigo ni le quedó ningún trauma: excepto los primeros cinco minutos de desconcierto al encontrarse allí y darse cuenta de que no conocía a nadie, no había pasado un mal rato.

 

 

De hecho, me contaba que en el fondo se alegraba de la equivocación porque se lo había pasado en grande y había hecho nuevos amigos. Porque, sí, con algunos de ellos mantuvimos el contacto y se convirtieron en amigos que perduraron con el tiempo.

Una cosa llevó a la otra y, pese a mi culpa y mi vergüenza, yo también me acabé haciendo amiga de algunas de esas madres, que me aceptaron en sus vidas con todo el amor del mundo como si fuese como ellas y realmente no me tratase de una madre tan irresponsable.