Bueno, ya es oficial: mi hija se avergüenza de mí.

Y eso me está matando.

Hasta hace no mucho nuestra relación era todo lo que una madre cabría esperar. Mi pequeña, al contrario de lo que se suele decir, siempre fue más de mamá que de papá. De bebé la tenía encima todo el tiempo y, conforme fue creciendo, nuestro vínculo se fue haciendo aún más fuerte.

Era una niña dulce y traviesa a la que le encantaba jugar con otros niños, pero solo sabiendo que me tenía cerca.

Yo disfrutaba como una chiquilla construyendo torres de cubos sentada en el suelo, jugando con sus muñecos, leyéndole sus cuentos favoritos una vez tras otra, viendo películas de Disney hasta que nos supimos los diálogos y canciones palabra por palabra.

Hacíamos los deberes juntas, le tomaba la lección y la apoyaba cuando algún compañero le hacía sentirse mal.

Me contaba sus secretos y buscábamos juntas las soluciones a sus problemas.

No sé exactamente cuándo empezó a cambiar, cuándo fue que mi niña se convirtió en esa jovencita que apenas reconozco y que me mira con desdén.  

Hace unas semanas me pidió que la dejara ir al instituto en autobús. Me negué, vivimos bastante lejos y no quiero que salga de casa cuando aún está oscuro y teniendo que hacer un transbordo sin necesidad. No me da la gana, vamos.

Así que me ha rogado que pare un par de calles antes con la excusa de que necesita la caminata para alcanzar su objetivo de pasos. La madre que la parió.

Ya no me cuenta cómo le ha ido y responde con monosílabos a las mismas preguntas con las que antes me hablaba de cosas de clase, los profesores o las movidas de su pandilla. El otro día estaba contándoles una anécdota de mi juventud mientras terminaba la cena y ella y mi hijo pequeño ponían la mesa. Me giré y vi cómo me hacía burla frente a su hermano.

Por poco no me echo a llorar allí mismo.

Esa misma tarde había estado con sus amigas en casa. Antes se reunían en el salón, aunque yo estuviese por ahí trasteando, y hasta me incluía en sus conversaciones e integraba de alguna manera en lo que estuvieran haciendo. Pero ya no, ahora se encierra con ellas en su habitación y si entro a preguntarles si quieren algo, me dice entre dientes que no y que ya saben ir solas a la cocina si quieren beber.

Imagen de Walter Leininger en Pexels

No ha ocurrido nada entre nosotras que justifique su cambio de actitud, pero hoy me he armado de valor y se lo he preguntado directamente. Le he preguntado qué le pasa conmigo, por qué ya no hablamos, por qué me rehúye y por qué se burla de mí. Igual me pasé de dramática, no digo yo que no.

Pues bien, me dijo que tenía que aprender a darle su espacio, que la agobiaba y que, por favor, dejara de creerme graciosa y de ponerme en evidencia cuando están sus amigos delante.

Y luego añadió: ‘No eres tan joven ni guay ni chistosa como te crees, mamá. Deja ya de avergonzarme y trata de ser solo una madre normal y corriente como las de los demás’.

Cita textual, tengo sus palabras grabadas a fuego.

Han pasado muchas horas, pero todavía me duele.

¿Qué hago ahora? No tengo ni la menor idea, solo sé que necesito recuperar a mi hija y que quiero pensar que su hiriente comportamiento es solo una forma de rebeldía adolescente mal enfocada que terminará por pasársele.

O eso espero.

 

Anónimo
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