La primera palabra de mis dos hijos no fue mamá ni papá, fue ‘agua’. La segunda, también en ambos casos, fue ‘pan’.

No les culpo ni me parece mal, la naturaleza es sabia y lo mejor para su propia subsistencia era que aprendieran cuanto antes a pedir de comer y beber.

El tema es que una vez que los pequeños se lanzan a la comunicación oral y al uso de palabras comprensibles para los demás (o al menos para las personas que más los conocen), la evolución suele ser rápida, y en cuestión de semanas o pocos meses, pasan de decir a duras penas un par de palabras, a decir mamá, papá, los nombres de sus hermanos, su mascota si la tienen, y el de los objetos cotidianos que manejan.

Te encuentras con que tu bebé te sorprende cada día con una palabra nueva que añadir a su vocabulario reducido, pero en permanente ampliación.

Me maravillaba ser testigo de los avances que iban haciendo mis hijos, sin ser consciente de hasta qué punto la familia o los cuidadores somos fuente de su aprendizaje.

Y así fue hasta la tarde que, observando a mi hija de un año bregar con un muñeco que no quería salir del cajón de los juguetes, le escuché decir, alto y claro:

Aaaaaaay, ¡COÑO!

Pensé que debía haber oído mal…

¿Qué has dicho, cariño?

Sin mirarme siquiera, dio otro tirón y añadió:

¡COÑO el ozo, no zaaaleee!

 

¿Me puse muy seria y le dije que eso no se dice?

¿Me hice la loca para no darle importancia y ver si se quedaba en una anécdota puntual?

Eh… No. Me descojoné de la risa. Digo, me partí de risa.

Mal. Mal. Requetemal.

Lo sé, malamente, tratrá.

Pero es que fue súper gracioso, no lo pude evitar.

Y, claro, la niña me vio y, como estos enanos las pillan al vuelo, sonrió también y empezó a repetir como si hubiera entrado en un trance tourettiano ‘coño, coño, coño, coño, coooñooo’.

Al final conseguí que parase, no recuerdo si porque le ofrecí una galleta o puse la tele o qué, pero paró. Y yo, tan ilusa como pagada de mí misma, pensé que la cosa se iba a quedar ahí.

Pronto me di de bruces con la realidad, mi hija había incorporado la palabrita de marras a su diccionario sin vuelta atrás. Y qué bien la usaba, la cabrona. Digo, la muy pillina. La colocaba exactamente donde debía ir, encajada a la perfección en sus torpes frases ceceantes. Menudo arte, no creas que la soltaba sin ton ni son para hacerme sufrir.

Y es que sufría porque si había un culpable de que mi bebé bonito dijese más veces ‘coño’ por minuto que la Veneno en sus conversaciones con Pepe Navarro, ese era yo.

La de palabrotas que salen de mi boquita cada día. ¿Cómo no las iban a escuchar mis hijos, si de cada cinco palabras que digo, dos son tacos? Si estoy muy enfadada, serán tres. O incluso cuatro.

En fin, juro que intenté contenerme y ser una buena madre y hablar correctamente, pero una es como es y con los años cada vez cuesta más cambiar. De modo que centré todos mis esfuerzos en que mis hijos comprendiesen que hay ciertas palabras que no se deben decir fuera de nuestro círculo de confianza.

¿Lo conseguí? Pues, de hecho, y aunque no tenga ni idea de cómo, sí. La pequeña, cuando se molestaba por algo, o cuando simplemente le apetecía, se me acercaba y me susurraba abriendo mucho la boca para marcar las oes ‘coooooooo-ñooooooo’. La jodía se iba dando saltitos, muerta de la risa, pero lo cierto es que nunca la escuché decirlo cuando estaba en el parque con sus amiguitos, ni nunca me dieron las quejas en la guardería ni nada por el estilo.

Con el paso del tiempo, la lista de palabrotas en su haber ha aumentado, pero nuestro acuerdo tácito sigue vigente. Aunque en ocasiones se permiten pequeñas licencias que atajamos enseguida.

Una noche, viendo una película de acción y tras una cabriola espectacular del protagonista, el niño nos dijo: ‘papá, mamá, lo siento, pero tengo que decirlo. ¡Me cago en la puta!

A veces, cuando se enfada con algún niño, se mete en casa a descargar en privado su frustración con gran profusión de blasfemias. Y yo lo entiendo, nada desahoga tanto como cagarse en todo lo cagable como está mandado.

A la pequeña todavía le cuesta un poco y, si bien es cierto que fuera de casa no lo hace, aún me obliga a morderme los carrillos hasta hacerme daño para no reír y poder reprenderla cuando se extralimita en las licencias que les permitimos.

El otro día, mientras intentaba, sin éxito, cerrarle la cremallera del abrigo, bajó la mirada hacia mis manos y me espetó:

¿Qué le pasa a esa puta mierda?

 Ains, mi joven padawan apunta maneras.

 

Foto de portada de Anna Shvets en Pexels