Cansada de compartir piso, me embarqué en una de las aventuras más confusas que he vivido hasta la fecha: decidí vivir yo sola en un apartamento.

Lo que en un principio veía como el pico más alto de la libertad humana, en muy poco tiempo me mostró su lado más dramático.

He decir en defensa del vivirsolismo, esto es, el noble arte de vivir sol@, que tiene varias ventajas tales como: andar desnudo por casa, llevar ligues de dudosa integridad y que nadie se ría al día siguiente, tener todo como quieras (sucio como guarida de orco, o limpio como palacio recién fregado), comer sin cubiertos y un largo etc con el que no os aburriré.

Pero vivir sola tiene sus dramas, a.k.a., “ahoratebuscaslavidabonita”.

 

En primer lugar, nunca, nadie, jamás, habrá hecho la compra por ti. Lo que has gestionado es lo que tienes. Esto implica que a veces no tendrás comida rica en la nevera, pero siempre puedes pedir algo a domicilio. Otras veces no te quedará gel de ducha, pero te apañarás con champú, que, todo sea dicho, deja la piel suave como el culito de un bebé. Pero otras veces, sencillamente, no tendrás papel higiénico. Y ese es el primer momento el que echarás tremendamente de menos a todas y cada una de las personas con las que has compartido techo y que se habían anticipado a este desastre.

 

Una vez se ha sobrevivido a este capítulo, con papel de cocina o servilletas (al final todo es celulosa), llegará el momento en el que verás que a pesar de tus cálculos, vivir sola es infinitamente más caro que compartir casa con más gente. Las facturas las pagas tú solita y nunca puedes compartir una cena de fin de mes  con “un poco de queso de aquí, con jamón de mi pueblo que tengo por allá y con estos colines que aparecen en la balda de este otro, ya cenamos todos”. Es guay saber que tú solita sales a flote, pero cuesta.

 

Un gran drama son los domingos a mediodía. Si hay resaca, nadie aparece en tu cama para reírse de tu cara. Nadie te reclama que vayas a comer porque la mesa ya está puesta. Ni nadie te despierta antes de tiempo para que le ayudes a hacer algo. Hay domingos en los que agradeces estar en calma, pero otros echas de menos muy fuerte una comida acompañada o una resaca comentada. La comentas por whatsapp o por teléfono, pero no es lo mismo.

Otro drama del vivirsolismo, es que comes infinitamente peor. Tienes que hacer mucha vida social fuera de casa, ya que dentro de ella, no te espera nadie. Y las croquetas son bien, pero mola más si las compartes. Así que cenas fuera, desayunas fuera, y, los tristes domingos que comentaba antes, acabas comiendo en algún sitio del barrio porque una paella un domingo es una bendición, pero cocinarla para una sola, pues, oye, da pereza.  Mientras comes y cenas fuera, te invade una especie de culpa por toda la verdura que tienes en la nevera y que, otra vez, se te pondrá pocha. Pero es que, pues mira, necesitas socializar, así de simple. Hay berenjenas pasadas que saben mirarte de tal manera que te hacen sentir realmente mal por haberlas dejado ahí, pero tienes que ser más fuerte que ellas.

Una gran expectativa que tenía yo respecto al vivirsolismo, era tener el apartamento más cuqui del mundo. Pero cuando tu alquiler se ha duplicado, queda poco presupuesto para comprar monaditas aquí y allá. Así que, aunque te das un caprichito al mes, al final, sigues teniendo mitad de cosas que amas, mitad de cosas que odias.

Y así, te das cuenta de que lo más bonito de una casa es compartirla, a pesar de que a veces moleste alguna cosilla. Es mejor llegar a casa y que alguien te espere con el paquete de papel higiénico recién comprado. Y, tal vez, hasta con la cena hecha. Aunque el placer de llevarte un ligue chungo a casa y poder ocultarlo por los siglos de los siglos, no te lo quita nadie.

Irene Win