La noche es oscura y yo me despido de mi amiga para volver sola a casa. Ella irá andando a la suya; tan sólo está a cinco minutos. Son las tres de la mañana y yo me planteo si llamar a un taxi (mi casa está algo más lejos: a quince minutos de trayecto andando), pero al final decido caminar, ya que no pasan demasiados taxis por la zona y si llamo por teléfono a alguna compañía es posible que tenga que esperar bastante tiempo. 

Nos despedimos con dos besos en la puerta de la sala de baile y cada una toma una dirección. Cuando emprendo sola el camino hacia casa empiezo a plantearme si mi decisión ha sido la más acertada. Hace frío y andar quince minutos sobre unos tacones altos después de unas cuantas horas bailando sobre ellos no me parece una gran idea. Además, no hay nadie por la calle y el silencio y la oscuridad de la noche me hacen sentir un poco en tensión. No me gusta caminar sola por la calle de noche. Nunca me ha gustado. Siempre tengo la sensación de que alguien puede salir de detrás de cualquier esquina. Me siento vulnerable y es una sensación que me desagrada. Si intentaran agredirme y yo gritara, ¿vendría alguien en mi ayuda? Recuerdo una anécdota que un profesor de universidad nos contó un día en clase. Dijo que en no sé qué país, cuando alguien estaba en peligro, en vez de pedir auxilio gritaba fuego para que la gente saliera de sus casas, ya que sabían que si gritaban pidiendo socorro nadie saldría en su ayuda. ¡Qué triste el mundo este en que vivimos…!

Miro a la calzada y decido caminar sobre ella ya que a estas horas no circula ningún coche. De esta manera me siento más segura ya que camino lejos de los portales.  Si alguien intentara sorprenderme saliendo de uno de ellos, dispondría de más tiempo de reacción. ¡Que injusto que tengamos que pensar en estas cosas! Cruzo los brazos sobre mi pecho y comienzo a caminar más deprisa. Estoy tensa, nerviosa y tengo frío. Intento calmarme pensando en otra cosa; trato de rememorar lo bien que lo hemos pasado bailando esta noche, pero una y otra vez mi mente me devuelve al presente para recordarme que estoy caminando sola de noche por la calle y que debería haber cogido un taxi de regreso a casa.

Oigo un ruido y me sobresalto. No se de dónde proviene. El corazón se me acelera. Miro en todas direcciones pero no localizo la procedencia del sonido. Noto mi respiración cada vez más agitada. Me detengo en mitad de la calzada sin saber qué hacer con la esperanza de que lo que sea que haya llegado hasta mis oídos sólo haya sido producto de mi imaginación. Permanezco quieta unos instantes para ver si se repite, pero lo único que oigo es el galopar de mi corazón que parece que vaya a salírseme del pecho, por lo que decido seguir caminando hacia casa lo más rápido que pueda. Quiero llegar cuanto antes a la seguridad de mi hogar, meterme en mi cama caliente, taparme hasta el cuello con la manta y dormir hasta mañana. 

 

Sin embargo, me parece apreciar cómo algo se mueve unos metros más adelante. Observo durante unos instantes pero no veo nada que llame mi atención. Empiezo a estar asustada y me maldigo mil veces por no haber querido coger un puñetero taxi. Sigo mi camino cuando, de repente, la figura de un hombre sale de la oscuridad de uno de los portales. Está demasiado oscuro para que pueda distinguir su cara con claridad, pero un mal presentimiento invade mi cuerpo. Es como si pudiera conocer sus pensamientos del individuo mientras me observa aunque la distancia me impida distinguir su rostro. Y esos pensamientos me producen escalofríos. No sé por qué, pero estoy segura de que quiere hacerme daño, así que, rápidamente, me planteo mis opciones. Me percato de que, que antes de llegar a él, hay un cruce con otra calle en la que podría cambiar de dirección y dar un pequeño rodeo para evitarlo. De modo que, acelero el paso y, cuando tuerzo por la equina, me quito los zapatos y comienzo a correr por la calzada como si me fuera la vida en ello.

Tras unos segundos de sofocada carrera me giro y veo que no me ha seguido. Estoy jadeando, cansada y asustada mientras me pongo de nuevo los zapatos y me prometo a mí misma que lo primero que haré mañana es buscar dónde puedo adquirir un espray de pimienta para llevarlo siempre en el bolso. Con los zapatos sobre mis pies sigo caminando volviendo la cabeza hacia atrás cada diez segundos rogando a Dios que llegue sana y salva a casa aunque hace años que no rezo.

 

Ya he alcanzado mi calle cuando vuelvo a notar la presencia tras de mi. Se las ha debido de arreglar de algún modo para seguirme sin que yo me diera cuenta. Con la respiración entrecortada y el desconocido cada vez más cerca llego a mi portal. Saco rápidamente el llavero e introduzco la llave en la cerradura. La giro con tanta fuerza que casi la parto y es entonces cuando nuestras miradas se cruzan y puedo verle los ojos. Su mirada me produce un escalofrío que me atraviesa el cuerpo. Y la media sonrisa que aparece en su rostro me encoge el estómago como si una mano invisible lo estuviera apretujando. Empujo la puerta abierta y estoy tan acelerada que casi no puedo sacar la llave de la cerradura. Una vez con las llaves en mi poder, me meto en la oscuridad del portal mientras busco el interruptor de la luz.

Sin embargo, no llego a tiempo de encenderla y allí, en la abrigo de mi portal, él se abalanza sobre mí y con una mano me tapa la boca mientras me amenaza con algo punzante en mi costado.

 

– Si chillas, te rajo aquí mismo…

Oigo como me dice su apestoso aliento pegado a mi oreja. Mi mente se bloquea por unos segundos. No puedo pensar con claridad en lo que está sucediendo. Sólo noto una mano que cubre mi boca y otra que se ha colocado en mi entrepierna. Pero mi cuerpo no me responde; se niega a reaccionar. Estoy intentando asimilar la situación mientras noto como esa mano en mi entrepierna se mueve y se aprieta sobre ella y siento un repugnante aliento jadeando sobre mi pelo. La mano que está sobre mi boca se desplaza ahora a mi pecho y mi boca, al sentirse liberada, comienza a chillar pidiendo ayuda. Al instante, los brazos que me tenían aprisionada desaparecen y, al mismo tiempo que el sujeto se desliza hacia la salida del portal, yo corro como una loca escaleras arriba hasta mi casa, abro la puerta, entro y rápidamente la cierro tras de mí apoyándome en ella y dejándome caer al suelo.

Ni siquiera soy capaz de encender la luz de mi casa una vez estoy a salvo dentro de ella. Me quedo sentada en el suelo, apoyada contra la puerta y en completa oscuridad, abrazada a mis piernas hecha un ovillo, con la respiración entrecortada y pensando en lo que ha pasado. Peor aún, empiezo a ser consciente de lo que podría haber sucedido y comienzo a llorar con desconsuelo mientras mi pecho sube y baja sin control.     

S.D.Esteban.