Diciembre, plena ola de frío. Había pillado un gripazo de narices (nunca mejor dicho) y aún me estaba recuperando cuando tuve que incorporar al trabajo.

Era una máquina de fabricar mocos, de verdad que acabé con agujetas de lo que tosí, no eché de menos el gimnasio. Mi idea era ir a la oficina y quedarme quietecita y calladita en mi rincón sin dar mucho el cante con mis sonidos de enfermita, pero al ser fechas señaladas estábamos bajo mínimos y había que formar al nuevo compañero.

Suerte que el chico era un encanto porque lo estaba pasando fatal, cada tres palabras, me tenía que parar a toser como un pato. Ni todos los caramelos ni infusiones ni pastillas para la garganta que pude ingerir a lo largo de las primeras cinco horas pudieron frenar mis ganas de toser. Me daba hasta vergüenza. Después de comer, me tocó seguir con la formación y, a pesar de que llevaba un rato algo mejor, la tos volvió y con más mala leche que antes. Mediante señas (no podía ni hablar) le dije al chico que iba al baño y allí me quedé encerrada por pura vergüenza. Intenté beber agua, pero la tos era tan intensa y seguida que ni podía, me atragantaba.

Tras una leve mejoría, salí al pasillo y me crucé con la limpiadora que justo empezaba su turno. Me vio tan agobiada que me ofreció un caramelo.

Como pude, le dije que no por si me atragantaba. No me dio tiempo ni de terminar la frase cuando una arcada me sorprendió en mitad de todo ese vaivén de tos y sí, queridas mías, casi le poto encima a la señora. En parte por miedo de si me venía una pota más gorda, en parte porque deseaba fervientemente que la tierra me tragase, me fui pitando a uno de los baños a seguir potando. Porque sí, la vomitera seguía, todo lo que había comido lo estaba echando.

La pobre de la limpiadora no me dijo nada cuando me la crucé al salir. Yo apenas podía hablar, esta vez no tanto por la tos sino por el esfuerzo muscular, se me había quedado la garganta agarrotada y tenía los ojos llorosos. Justo en ese momento llegó una de las managers que me conocía lo suficiente como para acercarse a ver si estaba bien. Entre tos y sollozos le expliqué que estaba griposa y que era asmática. Ella empezó a decirme “¡El cosito! ¿No tienes el cosito?” 

Yo, que entre el agobio y mis propios sonidos corporales no oía bien, entendí “osito”, porque no se me ocurrió en esos momentos que para ella “cosito” fuera sinónimo de inhalador. Así que le respondí, ni corta ni perezosa: “¿Para qué quiero yo el osito?”. Dije el y no un porque teníamos un árbol de Navidad en la entrada y justo lo habían decorado con ositos.

No sé qué se me cruzó por la mente en esos momentos, pero está claro que coordinaba bien. La chica me miró perpleja y señaló mi inhalador. Entonces comprendí todo y le expliqué que ya me había chutado la dosis y que, de todos modos, el ataque que estaba viendo era provocado por el vómito y no por asma. Fue bastante atenta y me acompañó a mi sitio, me dijo que si me veía peor me fuera a casa etc. Precisamente por eso, porque fue tan amable, me dio una vergüenza terrible que me hubiera oído vomitar y, peor aún, que se hubiera encontrado mi pota en el pasillo.

Nunca más volvimos a sacar el tema de la pota, el osito, y el asma (parece Las Crónicas de Narnia versión AliExpress). Pero sí sé que la gente se acabó enterando de que la pota era mía y doy gracias de que estuviéramos solamente cuatro gatos en aquellos días. O mejor dicho, cuatro ositos.

Ele Mandarina