Durante un tiempo, tuve que vivir en un pueblecito precioso por mi trabajo de interina. Ese fue mi destino laboral y mi hogar durante unos meses y hubiera disfrutado muchísimo de mi estancia allí si no hubiera sido por un vecino que al final me llevo por la calle de la amargura.

Como buen pueblo donde todos se conocían, en cuanto llegué todas las miradas recayeron sobre mí: yo era una forastera y los habitantes se morían de curiosidad.

Alquilé una casita y me dediqué a mi trabajo y a disfrutar de esa vida tranquila y apacible.

En mi misma calle, prácticamente en frente, vivía un hombre mayor con un perro. Al principio me pareció entrañable y simpático. Siempre que nos cruzábamos, saludaba alegremente y sacaba tema de conversación.

Hasta que llegó un día que empecé a sentirme observada e incómoda, cuando me preguntó a qué hora me acostaba por las noches. Con toda su naturalidad, me dijo que veía mi luz encendida hasta bastante tarde y no sabía si se me olvidaba apagarla o es que directamente no dormía.

 

                                                Lo que me ha dicho…

 

Yo me hice la tonta ante ese comentario. Lógicamente, no le iba a contar mi vida. Intenté comprender que vivíamos en un sitio muy pequeño y que eso sería hasta cierto punto normal hasta que unos días después, llegó la siguiente conversación que me puso en alerta.

Me di cuenta de que controlaba mis movimientos también a través del coche. A veces, cuando me lo cruzaba, me decía «vaya horitas de llegar anoche, tu coche no estuvo aparcado hasta las 2». O «¿qué te hiciste el miércoles en la peluquería del pueblo? Te veo igual y tu coche estaba en la puerta.» O «¿con quién te fuiste a cenar el viernes? Tuviste el coche aparcado en la explanada del restaurante durante casi 3 horas».

Sabía toda mi vida: mis horarios, cuándo iba a trabajar, cuándo venía alguien a casa, controlaba también sus coches y, para colmo, luego quería ponerles también caras y nombres también ya que me preguntaba por ellos con toda su pachorra cuando me veía.

A estas alturas, yo ya no sabía si debía preocuparme, acojonarme o simplemente encabronarme.

 

 

Lo peor es que se lo contaba al resto del pueblo. Y todo a la cara, el tío no tenía ningún complejo. Yo sacaba la basura, o pasaba a su lado con el coche, y si él estaba en ese momento con alguien me decía a voz de grito:

«¡Vecinaaaaa, mueve el culooo que se te va a poner gordooo. Ayer te pasaste toda la tarde tumbada en el sofá!»

Y luego lo veía gesticulando con el otro mientras me miraban, contándole toda mi vida.

Comencé a dejar bajadas todas las persianas en casa, eso para empezar. Algunas veces aparcaba mi coche en otro sitio aunque eso me costase andar más, pero así me sentía más segura. No me daba la gana de que estuviese enterado de todo lo que yo hacía.

Esa decisión que tomé fue una tontería como un piano de grande, claro, porque el pueblo seguía siendo igual de pequeño y acabaría ubicándome en un sitio donde realmente no estaba, pero así por lo menos no atinaría en sus chismorreos.

 

 

Y a raíz de eso, me empecé a divertir. El señor me preguntaba cosas inauditas y divertidísimas, por ejemplo si es que me había hecho amiga de la maruja más desagradable del pueblo, ya que mi coche estuvo todo el día en su puerta. Si tenía una historia con uno de los más ancianos y había pasado con él una noche. Si me dedicaba a algo turbio…

Empezó a preguntar lo mismo a todos sus paisanos que le tomaban por loco porque lógicamente no eran ciertas ningunas de sus conjeturas.

Todo esto duró poco porque obviamente el resto de vecinos, antes o después, comprobarían con sus propios ojos que mis movimientos no tenían sentido y que al hombre no se le estaba yendo la pinza. Así que tuve que parar, pero durante el tiempo que duró, disfruté muchísimo de ese juego.

 

Chica sentada con masajeador

 

El vecino olvidó esta época y continuó con su turbio comportamiento. Así que, poco antes de que se acabase mi contrato y me marchase definitivamente del pueblo, cambié de táctica y me dediqué a controlarle yo a él. Me tomaba los cafelitos diarios desde mi ventana, pendiente de su casa y de su coche. Y hacía, con toda mi intención, por encontrarme con él y darle el parte de sus movimientos, con toda la confianza y simpatía, tal y como él había hecho conmigo.

Solo que a él no pareció importarle. Todo lo contrario, le hacía hasta ilusión. Me di cuenta de lo solo que se sentía el pobre…

Al final me fui de allí pero, lo que son las cosas, es la única persona del pueblo con la que conservo contacto y estoy deseando hacerle una visita y que me cuente qué se cuece en la actualidad con la gente por la zona…

 

Relato escrito por una colaboradora basado en una historia REAL

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