El follodrama que os vengo a contar es esa historia que cuando te la cuentan no te la terminas de creer del todo. ‘¿Cómo puede haber gente así?’, te preguntas. La hay, chiquis, os aseguro que la hay.

Todo comenzó cuando me mudé por trabajo. De repente me vi en una ciudad nueva en la que no conocía a absolutamente a nadie. Me sentía sola y mi solución fue apuntarme a mil actividades, ir a mil eventos y descargarme Tinder. Surtió efecto, porque poco a poco empecé a conocer a gente que me caía bien. Lo único que se me atragantaba era el tema de ligar.

En mi ciudad estaba acostumbrada al ligoteo de los bares, porque en Tinder había cuatro gatos -uno de ellos mi primo-. La falta de hombres y mi timidez hacían que no fuese yo muy mañosa en el noble arte del tonteo. Eso estaba a punto de cambiar.

Resultado de imagen de i'm horny

Gracias a Tinder empecé a quedar con chiquillos y a soltarme. Al principio sólo hablábamos por WhatsApp porque me daba mucha vergüenza y miedo quedar. Soy una acojonada y me imaginaba a un asesino en serie en mi casa, qué se le va a hacer. Poco a poco olvidé todas esas rayadas y comencé a quedar con chicos, y con más de uno acabé acostándome. ¡Bien por mí!

No saqué ninguna historia reseñable. Algún mal polvo sí, pero tampoco eran follodramas. Sólo sexperiencias que olvidar. Lo bueno llegó cuando conocí a Nacho.

Nacho era un tío muy carismático, de esos que desprenden un rollazo alternativo. Me gustó y empezamos a hablar. Era bastante interesante y culto, y gracias a él descubrí muchísimos grupos de música y películas. No sólo me interesaba culturalmente hablando, también me ponía cachondísima. Por eso tras un par de semanas de conversaciones interminables decidimos quedar.

Fuimos a un bar y nos dimos el lote. Lo típico. De los besos pasamos a las caricias por debajo de la mesa y de las caricias pasamos al ‘¿en tu casa o en la mía?’. Ganó su casa.

Dos paradas de metro después estábamos en un pisito muy mono, pero el plato fuerte llegó cuando abrió la puerta de su habitación. En la pared donde tenía el cabecero de la cama había decenas de Polaroids. A ojo casi 100 sin exagerar. ¿Qué había en las fotos para que me sorprendiese tanto? Pues pollas y coños por doquier. De todos los colores, de todos los tamaños, de todas las formas. Pollas gordas y finas, grandes y pequeñas, curvadas y rectas. Coños con los labios menores grandes, con uno más pequeño que otro, con color rosado y moreno. De todo. Era un festival de genitales y yo no podía parar de mirar.

Resultado de imagen de polaroid

– Son mis conquistas.

Y en ese momento me acordé de mi amigo Juan, que le gusta hacer senderismo y siempre se hace una foto cuando alcanza el pico de una montaña. ¿Esto era parecido?

Yo seguía atónita. No sabía qué decir. Sólo podía mirar boquiabierta.

– Sólo hago fotos a la gente que hace que me corra.

Eso terminó de rematar la historia. ‘Qué honor’, pensé. Se la chupas, se corre y te regala una buena foto en primer plano de tu coñamen o de tu rabo.

– ¿Quieres intentarlo?

Y en ese momento me agobié con todas aquellas pichas y chichis mirándome fijamente. Fingí una indigestión y me fui a mi casa con muchas ganas de compartir esta historia aquí. Tal vez alguna de vosotras está en la pared de este chico.

Anónimo

 

Envía tus follodramas a [email protected]