Cada vez que lo pienso me entra un cabreo que no puedo con él.

Llevábamos mucho tiempo mal, muchísimo, como un año. Vivíamos juntos, pero hacíamos vidas separadas. Habíamos entrado en una especie de bucle en el que íbamos en piloto automático y no éramos capaces de salir. No dormíamos juntos, no teníamos sexo, nada. Tampoco discutíamos, no estábamos “mal”, pero claramente no estábamos bien. De puertas hacia afuera sí que podía parecer que hacíamos vida de pareja, pero con que nos mirases un poco veías claramente que eso estaba muerto. 

Así hubiera seguido hasta vete a saber cuándo, pero algo hizo clic en mi cabeza y pasé de estar empanada a estar enfadada. Ahora sí que discutíamos, y mucho. Le recriminé todas las cosas que no hacía en casa, lo egoísta que había sido y cómo creía que se había estado cargando la relación. Él al principio no entraba a trapo, pero luego se animó y empezó a echarme en cara cosas minúsculas de hacía años que me dio mucha rabia saber que se las había estado guardando.

Hubo gritos, faltas de respeto, llanto, un poco de todo. En fin, un espectáculo. Nos pasábamos días enfadados y dirigiéndonos la palabra solo para cosas de la casa.

Yo empecé a hacer mucha vida fuera. Quedaba más con mis amigas, me apunté a pilates y volví a ir a correr. El deporte le sentó muy bien a mi autoestima y mi salud mental, pero en cuanto entraba por la puerta de mi casa, todo eso se iba a la mierda. Cada vez tenía más claro que tenía que dejarle, salir del bucle es difícil, pero una vez empiezas, creo que no puedes parar.

Yo estaba cada vez más feliz, más segura de mí misma, más guapa y más independiente. El final se acercaba, yo lo sabía y, por supuesto, él también.

Fíjate si estaban claras las cosas, que empecé a llevarme ropa y cosas de a diario al piso de un amigo, al que tenía apalabrado mudarme del todo cuando terminase mi relación. No es que quisiera alargar la ruptura, pero es que de verdad que estaba tan claro, en mi mente era como que no hubiera hecho ni falta decirle nada. Llevábamos tanto tiempo mal y discutiendo, que dejarle un post-it hubiera sido lo mismo. Cada uno hacía su vida sin tener en cuenta al otro. 

Uno de esos días me dijo si quería ir al cine y a cenar, que llevábamos demasiado tiempo con el hacha de guerra y que nos vendría bien a los dos. Me pilló de buen humor y acepté.

En el cine éramos más amigos que pareja, no nos besamos, no nos tocamos, nada. De hecho, cada uno pagó lo suyo y ni pensamos en compartir, lo típico en el último año vaya. Vimos la película, que estuvo bastante floja, y cuando nos fuimos al restaurante que él había elegido, me encuentro la sorpresa.

En el restaurante estaban sentados, intentando esconderse muy mal, nuestros amigos y nuestras familias. Me giré a preguntarle qué mierda estaba pasando y ahí estaba él, hincando rodilla y con un anillo.

Todos empezaron a gritar a coro: “quéééé boooniiitooo, quééé boooonito”. Y yo solo pensaba en cagarme en todo lo cagable y salir por la puerta. Estaba convencida de que lo había hecho aposta, ¿por qué iba a pedirme matrimonio si sabe que me estoy yendo de casa? ¿Si no nos hablamos desde hace días? ¿Si llevamos en crisis más de un año? Pues mira, claramente, para que sea yo la mala. 

Abrió la boca para empezar a decir la frase peliculera que hubiera escogido para ese momento, pero no le dejé ni empezar. Le puse el dedo en la boca y le dije que no.

Él se puso serio, que no sorprendido, y miró a todos los invitados.

Les miré yo también y les dije: Lo siento, pero le he dicho que no. No somos felices.

Volví a mirarle a él, que estaba rojo como un tomate, y le dije que quería hacerlo de una manera más íntima, pero que terminaba con él. Les dije adiós a todos con la mano y me fui, más contenta y liberada que nunca.

Mi yo de hace unos meses, hubiera dicho que sí. Aunque no quisiera, le habría dado tanta vergüenza decir que no, que hubiera dicho que sí. Sinceramente, que eso era lo que él esperaba, pero no le salió bien.