[Texto reescrito por una colaboradora a partir de un testimonio real]
Tengo una amiga que, con más de 30 tacos, confiesa que le gusta más follar en el coche. A ella, que es lasciva y libidinosa, le gusta sentir que está atrapada entre carnes y piel. Le encanta la sensación de falta de espacio porque siente que todo queda más a la mano y tiene más donde agarrar, y es cierto que tiene su punto morboso.
Algo así viví yo en mi época de la universidad. Pera a mí no me resultó tan placentero, en realidad. Tengo recuerdos porque fue tan incómodo que hasta resultó cómico. A día de hoy, lo recuerdo y sonrío.
Un triunfo
Del chico en cuestión no he vuelto a saber, pero me flipó desde que lo vi por primera vez. Madre mía, ¡qué altura, qué pecho y qué espaldas de Michael Phelps! No me malinterpretéis, que yo no tengo un prototipo ni el físico me supone obstáculo alguno para intimar o lo que surja. Pero lo que gusta, gusta, eso es así.
Me las ingenié para hablar con él, deslizar algunas insinuaciones sutiles y conseguir alguno de sus perfiles en redes. A partir de ahí, con el campo bien abonado, tocaba ir a pico y pala. Estuvimos hablando, nos liamos una noche de fiesta y, unos días más tarde, me invitó a ir a su piso. ¡Sííííí!
¿El problema? Pues que en un piso de estudiantes no abunda el espacio, precisamente. Y, cuando tienes 190 cm de puro vigor, energía y sex-appeal, menos aún.
Contorsionismo sexual
Me invitó a pasar a su cuarto para la “liación”, que era para lo que estábamos allí. Nada más entrar, a mí no me salieron las cuentas. Su cama era individual, claro, y de las pequeñas. No lo pude evitar y le pregunté si cabía bien ahí. Me dijo que sí, pero se contradijo a sí mismo en cuanto se tumbó: los pies le sobresalían del colchón. Supongo que él lo consideraba normal, no sé.
A partir de ahí, comenzó una sucesión de posturas y movimientos más propias del circo que del porno, aunque de lo que se trataba era de folleteo. Comenzamos a enrollarnos. El chico besaba bien y a mí el baile de lenguas me estaba mojando muchísimo, pero a cada momento había una interrupción que me sacaba del “mood”. Él se acercó para pegarse más, como si no estuviéramos ya lo bastante juntos, y yo tuve que apoyar un pie en el suelo para no caerme. “Ay, perdona”, me dijo, y procedió a recolocarse.
Después comenzamos a palpar genitales, pero estábamos más concentrados en mantener la postura óptima para no caernos. Así, en plan equilibristas, no había quien entrara en materia. Él estaba tumbado de costado y acariciando mis bajos, pero, para poder despejar bien la zona sobre la que trabajaba el muchacho, yo tenía que tener un pie en el suelo.
Apuntaba a que la penetración iba a ser igual farragosa. Él se fue a poner sobre mí, pero nos llevó su tiempo colocarnos bien. “Échate un poquito más para acá”, “Quita la mano”, “A ver, pon el culo más abajo”. Fue a abrir la mesilla para extraer un condón, pero os juro que pensé que iba a sacar una escuadra y un cartabón para terminar de cuadrar aquello.
Yo ya iba teniendo ganas de que terminase, que para un ratito está bien, pero para más cansa. Pero a él se le ocurre pedirme que yo me ponga encima, así que oooootra vez el juego de movimientos y posiciones. Ni el ajedrez, vamos.
Terminamos la sesión sentados uno junto al otro, con la espalda apoyada en la pared y hablando. Era la posición más segura. Creo que había atracción como para un segundo polvo, pero ninguno de los dos lo sugerimos. Estaba bien con los 20 minutitos largos de contorsionismo.
A partir de ahí, cada vez que pensaba en él era casi con más compasión que deseo. ¿Cómo lograba dormir bien aquel pobre chaval?