Entre mis muchos defectos (aunque son mayores las virtudes) hay uno que me trae de cabeza, y es que soy despistadísima. Me parece un dato muy importante antes de contar la historia más chunga de toda mi vida sexual. Para que os hagáis a la idea, una vez fui al dentista con el coche, aparqué el coche y me dejé las llaves puestas. Estos despistes «tontos» hicieron que me comprase unas planchas de pelo con apagado automático, porque sino el día menos pensado quemaba la casa.

Este follodrama se remonta a la prehistoria. Yo tenía 19 años y estaba estudiando en Salamanca, ciudad universitaria y hogar de adolescentes borrachos disfrutando del Erasmus. Por aquel entonces estaba en una residencia, así que lo de llevar tíos a mi habitación como que no estaba muy bien visto. Tenía que confiar en que viviesen solos o que sus respectivos pisitos cumpliesen un mínimo de higiene.

Un jueves salimos a darlo todo. Lo bueno de Salamanca es que no necesitas una excusa para salir, siempre hay fiestas. Fuimos a casa de una amiga y antes de ir de bares ya íbamos finas filipinas nivel «me abrazo a la farola pensando que es mi padre». 

Bailamos para quemar el alcohol y que se nos pasase la borrachera, y de repente me entró un tío guapísimo de esos que parecen sacados de una revista. Empezamos a hablar de la vida, del universo y de nuestras mierdas con clara intención de tirarnos los tejos. Me contó movidas de su carrera, que a mí en ese momento me la sudaban lo más grande. Yo me limitaba a sonreír y asentir, y él hacía lo mismo conmigo.

Como diría Sabina, nos dieron las diez y las once, las doce y la una, y las dos y las tres y ahí seguíamos dando la chapa. De repente apareció ese colega Celestino de todos los grupos que arrejunta a los posibles ligues, nos dijo que hacíamos buena pareja y que nos enrollásemos y le hicimos caso. Empezamos a darnos el filetazo a tope.

Nos metimos mano durante una hora y ya por fin el muchacho me dijo que fuésemos a su piso, pero que por favor no hiciese mucho ruido porque sus compañeros de piso eran bastante serios y ya habían tenido problemas con los vecinos y el casero. Follar en silencio era un reto para mí. 

Entramos en la casa que era fea a rabiar. Pero bueno, yo no estaba allí para juzgar la decoración, yo había ido a follar. Entramos en la habitación y cuando me puse a cuatro patas me subió todo el tequila. Me entraron unas ganas terribles de potar.

Me tumbé mirando al techo, que daba más vueltas que yo en la discoteca. No se me iban las ganas de potar.

«Oye, ¿no tendrás una manzanilla o algo?», pregunté.

«A lo mejor, vamos a la cocina y la buscamos», contestó.

Pa’ allá que fuimos a buscar la cura a mi dolor, y en una estantería allí estaba.

«No te preocupes, que me la hago yo, de verdad», dije.

Yo soy una borracha, pero educada ante todo. Y mientras me preparaba la manzanilla el muchacho se fue al baño.

No hace falta un máster para preparar una manzanilla, pero yo estaba que veía doble, así que mis capacidades eran muy limitadas. Puse un poquito de agua del grifo en un vaso, el sobrecito de la manzanilla, una cuchara y al microondas. SÍ, AMIGAS. Tal y como estáis leyendo, metí una fucking cuchara al microondas, y de repente sonó PUUUUM.

YouTube video

Los plomos se saltaron, y los compañeros de piso se despertaron. Me montaron una que hasta acabé llorando de la vergüenza, y eso les ablandó un poquito el corazón. Eso sí, me fui y no volví a saber nada de el muchacho. Es que ni el número le pedí.

Lo bueno es que he aprendido que el metal y el microondas no son amigos y nunca lo serán, como yo y el tequila.

 

Anónimo