Decía una amiga mía que en cuarentena, el que no corre vuela. En otras palabras, que si te entran ganas de echar un polvo no pasa nada, pillas lo que tienes a mano y te desfogas. Da igual si vives con tu ex, con un amigo de toda la vida o con un compañero de la universidad que te cae un poco mal. Si los dos estáis cachondos como monos, se folla y aquí paz y después gloria.

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Me tomé esta enseñanza muy al pie de la letra, porque sin saber muy bien cómo ni por qué empecé a ver atractivo a mi compañero de piso Gabriel.

Gabriel es el típico compañero de piso que cumple la misma función que un ficus. Nunca hace ruido, nunca molesta, nunca te tienes que pelear por la ducha, y nunca ensucia la cocina. Me he llegado a plantear que es un robot o que tiene una nevera oculta en su habitación, porque os juro que he llegado a estar una semana sin verle pasar por la cocina.

Físicamente tiene aspecto un poquito desgarbado, con barba de tres días y siempre viste muy informal. No os mentiré, nunca me había fijado en él, pero de repente el sábado me entraron los siete males y cuando me lo crucé en el pasillo me sentí como si hubiese visto al mismísimo Jason Momoa.

Me puse cachonda, lo admito, y le sugerí amablemente ver una película juntos en el salón. El muchacho debió flipar en colores, porque en siete meses de convivencia era la primera vez que hacíamos algo juntos. Mi excusa era la cuarentena, y yo creo que él también se sentía un poquito solo y por eso accedió.

Total, que empezó la película y a los cuarenta minutos o así comenzó una escena de sexo guarro que a mí me terminó de rematar. Como quien no quiere la cosa, empezamos a hablar de sexo. Él me contó que no era una persona muy sexual, pero que últimamente estaba bastante cachondillo. Yo le dije que estaba igual, y que lo peor es que llevaba dos meses sin echar un polvete. De saber que era el último lo habría disfrutado más.

Y poco a poco subió el tono de la conversación. Sí, amigas, terminamos enrollándonos en el sofá, pero no acaba ahí la cosa.

Con toda mi buena maña metí la manita por dentro de su pijama y empecé a hacerle un señor pajote con más esmero que nunca. Yo creo que no he movido así el brazo ni cuando he montado claras al punto de nieve para hacer un bizcocho.

Con el éxtasis del momento, Gabriel se bajó los pantalones y ay, queridas, lo que había ahí. Eso no era requesón, eso era moho. Os juro que tenía la punta del sable BLANCA. Y olía a una mezcla de bacalao podrido al sol y toalla húmeda en un armario durante 3 días.

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No pude seguir. Se me pasó todo el calentón. Le dije a Gabriel que era una mala idea, que podía afectar negativamente a nuestra convivencia. Pareció entenderlo bien, pero desde entonces yo vivo traumatizada. ¿Por qué hay hombres que no se limpian el cimbrel? Entiendo que en cuarentena no esperas mojar el churro, pero por favor, queridos, unos mínimos de higiene…

 

Anónimo

 

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