Hace un par de días, en una de esas reuniones de amigas que empiezan por un vinito y terminan no sabes cómo, el tema derivó en hablar de esos polvos que deseas no revivir jamás de los jamases. Menuda conversación más trillada, I know, pero siempre es fantástico recordar aquel día en el que María echó un polvo en los baños de una discoteca sin saber que desde fuera la estábamos viendo por el reflejo del espejo, o aquel ligue de Rocío que silbaba mientras se la chupaban.

En mi caso siempre recordaré mi apasionado affaire con Rubén, o al menos así fue hasta que una tarde de verano echamos un medio polvo que casi no llego a contar. La historia es cuanto menos original y por este motivo mis colegas me han animado a contárosla…

Primavera de 2007, plena época universitaria de salidas, entradas, desenfreno y un poco de estudio. Pues eso, lo habitual en estos casos, muchas además de acercarnos de vez en cuando por la facultad también teníamos nuestros ratitos para el ligoteo y el probar cosas nuevas. Y vamos, que en una de esas conocí a Rubén.

Lo describiré rápidamente: ese chico que, así de entrada, no querrías presentarle a tus padres. Y no porque fuera mala gente ni nada de eso, que el chaval era un salao súper simpaticote, sino porque físicamente a mi madre le hubiera dado un infarto nada más verlo. Era el rey de los piercings, tenía absolutamente de todo tanto en la cara, como en las orejas, en la nuca, los pezones… De hecho nos conocimos una noche en pleno botellón gracias a mi grandiosa curiosidad por saber exactamente cuántos acumulaba en todo su cuerpo.

Lejos de mandarme a la mierda o de pedirme que me contase yo los lunares, el muchacho empezó a narrarme cada uno de ellos y a mí aquello pues me pareció lo más. Y es que cada agujero tenía su propia historia, o al menos así me lo contaba Rubén, que recordaba en qué momento existencial de su vida había decidido sumar un orificio más a su body. Claro, una empieza preguntando por cotillear, y acaba entrándole al morro al chico en cuestión al ritmo de ‘Standby‘ de Extremoduro. Fue una noche muy épica.

no sabe besar

La cuestión fue que Rubén y yo conectamos desde aquel sobeteo sin importancia. Nos dimos nuestros números de teléfono y sms va sms viene empezamos a conocernos un poquito más. Quedábamos de vez en cuando en el ático de sus amigos, ese lugar en el que retozábamos todo lo que queríamos mientras el olor a porro circulaba por la habitación. Era el espacio menos romántico donde he echado un polvo, pero también el más bohemio y diferente. Y no, no éramos novios porque ‘no nos molaba atarnos’, pero estábamos encariñados y si había que follar con alguien pues era entre nosotros y punto.

Al mes de conocernos Rubén me comentó que había decidido hacerse un nuevo piercing, que su cuerpo se lo pedía y que llevaba meses dándole vueltas. Aquello me lo dijo como quien decide que va a adoptar un cachorrito, muy intenso todo. Yo le respondí con la misma intensidad muy interesada en saber dónde sería la zona elegida (si es que apenas le quedaban espacios libres, la verdad).

Te lo enseñaré en cuanto esté listo, este fin de semana‘ me respondió con la voz más contundente que el mismísimo Darth Vader.

Y pasaron los días hasta que llegado el fin de semana Rubén me citó una vez más en su ático. Nada más llegar me sonrió y yo no hacía otra cosa que repasar su cuerpo en busca de ese nuevo agujero. Nada nuevo, empecé a dudar en si todo aquello había sido un broma con nada de gracia. Entonces con mirada traviesa comenzó a desabrochar sus inmensos pantalones dejándolos caer al suelo, después siguió con sus calzoncillos… Ahí estaba.

El muy tarado (y lo digo de forma completamente cariñosa) se había atravesado el pene con una barra metálica que terminaba en dos bolitas. Como lo estáis leyendo, ahora su glande parecía una cabecita con dos auriculares a cada lado. La dentera pudo conmigo, y aunque quise sonar hiper entusiasmada, casi me mareo.

Me empezó a explicar cómo se lo habían hecho, que los primeros días le había dolido un poco pero que ya apenas sentía quemazón. Yo solo pensaba en qué maldita necesidad tenía aquel muchacho de hacer pasar a su polla por semejante trance, y en mi madre, también pensaba en mi madre (y no sé por qué).

La ‘mejor’ parte de todo esto llegó cuando muy dignamente, y mientras volvía a poner en su sitio toda su ropa, me informó de que en al menos dos meses no podríamos echar un polvo. Rubén puso su polla en cuarentena y yo pues empecé a contentarme con morrearnos y con que me comiera el chirri de vez en cuando.

Y ni tan mal, la verdad. El tiempo pasó como las balas y entre exámenes y revolcones sin penes de por medio, llegó el santo día en el que mi amigo me informó de que su querida polla volvía al ruedo. Habían sido más de sesenta días sin apenas verla, y lo cierto fue que hasta sentí una ligera emoción por probar el ‘pitopiercing’. Así que me vine muy arriba y antes de que él pudiera ni siquiera tocarme una teta me bajé al pilón para darlo todo.

Lengua para arriba, lengua para abajo, ahora todo para adentro… Entonces escuché a Rubén que me pedía que jugueteara un poco con el pendiente. Yo hice caso y ante la novedad empecé a recorrer muy sutilmente las bolitas metálicas con la lengua, después a mordisquearlas. Luego nuevamente todo para adentro, bien hasta el fondo. Aspiré para coger airé y de pronto noté que algo se me venía hacia la garganta dificultando mi respiración. Saqué el pene de la boca y de nuevo intenté dejar pasar el aire pero no, algo estaba en mi interior sin dejarme respirar. Me llevé las manos al cuello y empecé a toser.

Rubén se levantó rápidamente de la cama y me miraba con cara de desconcierto. Yo tosía sin parar, aquel elemento no iba ni hacia arriba ni hacía abajo, estaba en medio de mi traquea y me estaba matando. Él entonces reaccionó y sosteniéndome por detrás comenzó a presionarme intentando que lo que fuera saliese de mi. Fueron unos segundos terribles, de angustia total. Me vi morir, lo juro. Entonces, en un tosido fuerte logré escupir lo que claramente era una bola de metal.

¡Ostia mi piercing!‘ gritó Rubén cogiendo con cuidado aquel arma mortífera.

¡Ostia yo!‘ respondí indignadísima y todavía violeta.

Esta historia termina mientras mi amigo intenta volver a colocar su pendiente en su lugar y se queja del dolor con un ‘¡que me muero!‘ que casi hace que lo mate yo a él. Si encima tuve que escucharlo quejarse porque hago unas mamadas demasiado extremas…

Así finalizó mi aventura con ‘pitopiercing’ y así comprendí que uno nunca sabe cuándo le puede llegar el final. Esta sí que hubiera sido una chupada de muerte.

Anónimo

 

Envía tus movidas a [email protected]