Quiero contaros mi historia de amor, esa que tardé muchos meses en confesar a mi familia. La única que me hizo feliz en toda mi vida aunque pocos nos creyeran. ¡Qué absurda puede ser a veces la gente!

En ocasiones cuando hablamos del amor en seguida lo imaginamos como esa relación joven, estéticamente perfecta, con cero imperfecciones. Puede que por eso mi relación con Enrique fuese tan maravillosa, porque me enseñó que la perfección está allí donde nosotros la queramos ver. Los estereotipos le daban las risa y a mí me la contagiaba. Pero no vayamos tan deprisa, lo primero será saber cómo di, por suerte, con él.

Tenía veinte años y llevaba apenas dos cursos en la universidad. Aquel viaje que se preveía divertido y enriquecedor se fue convirtiendo con el paso del tiempo en prácticamente una pesadilla. En dos años no había hecho casi amigos en clase, estaba tan enfrascada en estudiar y mantener unas notas mediocres que no podía permitirme ningún lujo social. Esa chica que yo había sido en el instituto que estaba metida en todos los saraos, se había desvanecido ante las presiones de mi familia. Ellos quería que aquella nota media que había mantenido toda mi vida siguiese ahí en mis estudios superiores y como no había sido el caso yo no podía frustrarme más.

La rutina era pensión-clase, clase-biblioteca, biblioteca-comedor, comedor-clase, clase-pensión. De lunes a viernes, sin parar, repitiendo constantemente una y otra vez. Los fines de semana solía regresar a casa, mis padres pasaban revista a mis logros, fruncían el ceño y se volvían para aplaudir una vez más a mi hermana. A ella, que siempre le había costado un mundo aprobar y ahora no se dejaba ni una asignatura en su ciclo superior.

No la menosprecio, en absoluto. Pero me dolía demasiado. Yo parecía haberme marcado objetivos de éxito a los que debía llegar si quería mantener mi estatus. Ella en cambio siempre había sido la pobre chiquilla a la que le costaba cualquier materia. No tengo ni idea de cuándo firmamos esos roles, pero ahí estaban, separándonos como hermanas.

A pesar de todo aquella ingeniería estaba pudiendo conmigo. Más horas en la biblioteca daban como resultado peores notas. No lograba llegar a donde se me exigía, yo, que era como la Rain Man de las matemáticas (esto eran cosas de mi padre). Me encerraba en mi cuarto cada noche y lloraba, lo hacía mirando aquel espacio que ni siquiera había decorado a mi gusto, que olía a decepción por todas partes. Todavía tenía muchos años por delante y ya estaba deprimida.

Eran algo así como las tres de la madrugada y no conseguía dormir. Un viernes más había mentido a mis padres para ahorrarme la visita de rigor. Pasaría otro fin de semana encerrada entre aquellas cuatro paredes intentando comprender conceptos sin descanso. Solo de pensarlo me faltaba la respiración ¿qué estaba haciendo con mi vida?

Meetic

Me puse a navegar por internet dando tumbos entre redes sociales y vídeos de Youtube que al menos me mantenían entretenida. Y no sé de qué manera terminé en Meetic, quizá un poco llamada por charlar un rato con alguien. Hacía muchos meses que mis conversaciones no iban más allá de los proyectos todavía por hacer con algún cerebrito de mi clase, o las continuas llamadas de atención de mi madre por no contestarle al teléfono a la primera.

Dediqué largos minutos a crear mi perfil. Reía por primera vez en mucho tiempo. La luz de mi flexo me apuntaba a la cara como la presunta culpable del crimen perfecto. Me estaba divirtiendo con aquella nimiedad. Era evidente que en aquellos dos años me había perdido demasiadas cosas. Una fotografía simpática, la de las vacaciones de segundo de bachillerato en la playa, una buena descripción y algunas preferencias. ¿Quería conocer a alguien de aquella ciudad? ¿Estaba segura? Adelante, así empezó todo.

La noche se avecinaba larga y al menos diferente. Me empezó a dar igual no poder cumplir con una intensa mañana de sábado de estudio. Disfrutaba revisando perfiles que aparecían en mi pantalla, imaginaba cómo sería la vida de cada uno de ellos, o qué estarían haciendo en aquel momento. Era tarde, ‘seguro que soy la única friki conectada a estas horas‘ pensé sonriendo una vez más. Y fue entonces cuando el perfil de Enrique ocupó mi pantalla.

Me llamó la atención el gesto de paz y buena persona que tenía en sus fotografías. En todas mostraba una sonrisa increíble que se me contagiaba aunque no lo conociera de nada. Tenía entonces 25 años y adoraba los deportes de riesgo y leer. Volví a ver las imágenes una vez más y me lancé de lleno.

Le escribí sin dejar de pensar ni un segundo en la enorme locura que estaba haciendo. Imaginándome que él vería aquel mensaje y pasaría por completo de una niñata fea, gorda y con poco que contar. Sí, lo asumo, tenía la autoestima a la altura de las suelas de mis zapatos. Pulsé ‘enter’ y un escalofrío recorrió mi cuerpo como si el mal ya estuviese hecho. Pasaron apenas cinco minutos hasta que la web me avisó de que al otro lado Enrique había respondido.

Todo el buen rollo que él transmitía lo incrementaba con creces con sus palabras. Lo primero que hizo fue preguntarme con sorna qué podía hacer yo despierta a esas horas, yo respondí con la misma pregunta aunque estaba claro que nuestros planes había sido muy diferentes. Él acababa de llegar de tomar unas cervezas con unos amigos y yo… simplemente le había dicho que estaba hasta el copete de estudiar.

Me alivié mucho cuando me comentó que se acababa de pasar por mi perfil, como si sin decirlo le hubiera dado un visto bueno a ese aspecto que tanto odiaba. Al menos no había salido por patas al ver a aquella mujer de 90 kilos que yo era. Volvía a mirar mi fotografía de perfil, aquel día de vacaciones había sido divertidísimo, hacía muchos meses que no sonreía como entonces.

El caso fue que Enrique me mantuvo pegada al ordenador unas dos horas. Entre bromas, preguntas más serias, clásicos como el ‘estudias o trabajas’. Me comentó que llevaba algo más de un año sin trabajar tras un accidente laboral y en ese instante no sé muy bien por qué sentí que todo ese buen humor se desvanecía. Decidí no tocar ese tema, al menos mientras él no volviese a sacarlo. Vomité todo un discurso sobre mi frustración estudiantil y una vez terminé él me respondió preguntándome si le daría mi número de teléfono. Claro que desconfié, lo pensé durante un buen rato, pero al fin y al cabo no podía perder nada.

Tecleé cada cifra y en segundos mi teléfono sonó. Sentí que el corazón se agarraba a mi campanilla, no podía tragar. Respondí con la voz más temblorosa de la historia de las pringadas y al otro lado escuché a un Enrique calmado pero divertido, tal y como lo había notado mientras chateábamos. Solo tuvo que decir una frase para que yo sintiese que me había entendido perfectamente:

¿Cuánto llevamos hablando? ¿Dos horas? Tú lo que necesitas es desconectar de toda la mierda que te han echado encima…

Meetic

Por supuesto que estaba en la mierda, nada definiría mejor cómo me sentía, las pocas ganas que tenía de seguir adelante con aquella rutina que apestaba a frustración por todas partes. Le di la razón y no pude rechazar una invitación todavía por concretar. Le prometí al menos unos tercios en persona, me dijo que debía demostrarle que en verdad existen los universitarios que no son felices. Perdí la cuenta de las carcajadas que me robó Enrique durante aquella llamada telefónica, era un completo desconocido que me había escuchado mejor que cualquier amigo. El despertador rozaba las cinco de la mañana cuando caí dormida tras una despedida que hicimos eterna.

Mis primeros días tras conocer a Enrique fui consciente de lo obsesiva que puedo llegar a ser. Estudiar y martirizarme pasó a un segundo plano para dar lugar a una mujer aferrada a un teléfono y totalmente dependiente de los mensajes que él pudiera responderme. Siempre dejaba que fuese él el que iniciase nuestras conversaciones, imaginaba qué estaría haciendo o si quizá me cruzaría con él por la calle sin darnos cuenta. Revisaba nerviosa las caras de cualquier hombre que pudiera tener sus rasgos, me ruborizaba yo sola y para mi sorpresa volvía a sonreír camino de la facultad.

Enrique se preocupaba ante todo por cómo llevaba los días. Decía que en mis palabras se notaba una infelicidad que no molaba nada.

A ver, vivo sola a cuenta de mis padres, en una de las ciudades más bonitas de España, lo mismo me estoy quejando de vicio…‘ respondí bromeando intentando dejar de ser la llorona de turno.

No quería ser tan duro pero sí, eres una niña malcriada que se queja como si una ingeniería fuera una carrera difícil ¡si todas las asignaturas son marías!‘ Ironizaba él poniendo mis nervios y mis emociones a flor de piel.

Teníamos tiempo para tocar asuntos más serios, pero lo que más me gustaba de Enrique era su don para convertir mis mayores problemas en cuestiones que poder afrontar. Esas pesadillas que yo misma me había creado él las distribuía de nuevo como resolviendo un laberinto para mí imposible. Parecía tener respuestas para todos mis males, con él veía la luz que yo misma había apagado hacía tantos meses.

Habían pasado dos semanas desde aquella noche de viernes en la que Meetic me había regalado a mi primer compañero de fatigas. Solía decírselo así puesto que yo misma era consciente de que a veces soportaba más mis quejas que otra cosa. Él me decía que le gustaba mucho escucharme, más que nada porque afrontaba cada uno de mis problemas como un nuevo reto y a él eso de las salas de escape y los enigmas le volvía loco.

Mi vida es la peor de las escape rooms de terror, ¿a eso te refieres?

No, para nada, sino que tú misma lo complicas todo tanto que me siento como un marinero deshaciendo un nudo imposible. Por ahora lo he conseguido siempre, pero vas subiendo de nivel con el paso de los días. Me pones a prueba, estoy seguro.‘ Reía al otro lado del teléfono.

Era sábado y Enrique me había dejado caer un par de veces que no tendría plan para aquella noche. Una vez más estaba en mi horrible habitación preparándome para una tarde de fórmulas indescifrables. Me centraba unos segundos y volvía a mirar mi móvil, que parecía llamarme a pesar de estar en silencio. Dos líneas más de aquel soporífero tema y giraba nuevamente la mirada. Tenía que hacerlo.

Oye, ¿y si quedamos esta noche?‘ Escribí aquellas palabras en el chat sin creerme del todo lo que estaba haciendo.

Escribiendo… Escribiendo… Escribiendo… Me va a decir que pasa de quedar conmigo, seguro. Escribiendo… Escribiendo…

Pensaba que no me lo pediría usted nunca. ¿Te gusta la comida japonesa?

Tuve el tiempo justo para salir corriendo a comprarme un modelito medianamente decente. Yo no era lo que se diría la mejor vestida de la universidad y pasaba de llegar a mi cita con Enrique enfundada en un chándal. Unos vaqueros apretados, una blusa bonita y unos botines después me vi guapa y favorecida. Un par de toques de ese maquillaje que tenía olvidadísimo en mi neceser y ya estaba lista para el momento más embarazoso de mi vida.

Habíamos quedado en una cervecería en una de las zonas más de moda en la ciudad. Aquello me daría cierta seguridad, el verme rodeada de gente solo podía ayudar. Me acerqué a la barra y donde pude tomé asiento, di una visual, no veía a Enrique o al menos no lo identificaba. Había llegado temprano, dos tercios después la puerta se volvió a abrir.

Giré y bajé la mirada, un chico en silla de ruedas me miraba de reojo con gesto simpático. Tragué el último resquicio de cerveza que quedaba en mi boca y casi de un salto bajé del taburete sin saber muy bien qué hacer.

¿Te estás emborrachando sin mí? ¡Serás sinvergüenza!

Mi instinto me llevó a darle un fuerte abrazo, casi como pidiéndole perdón por lo mucho que le había calentado la oreja todos esos días. Él no dejaba de mirarme ni por un segundo, yo colocaba mi melena recién planchada tras mi oreja sin saber muy bien qué decir. Juntos son sentamos alrededor de una mesa, Enrique me sonreía sin decir ni pío. Él, aquel chico que no callaba ni debajo del agua.

Vale, y ahora dime por favor en qué piensas…‘ El camarero nos había acercado un par de cervezas y mi corazón iba a mil por hora.

Pues es que te lo creas o no estoy nervioso. Al verte en fotografías y escucharte no sé por qué esperaba encontrarme con una chica muy como mi hermana, todos estos días te he visto muy reflejada en una figura como ella…‘ ¡Oh mierda! ¿Su hermana? ¿En serio, George? ‘Pero si lo que quieres es que sea sincero, ha sido verte y olvidar esa imagen, estás increíble, me has trastocado los planes por completo, amiga…

Estoy segura de que mi cara se volvió de un rojo pasión que poco podría haber disimulado. Lo mejor es que a él le sucedió lo mismo. Hicieron falta un par de cervezas más para que nos soltásemos como estaba mandado. Arreglamos el mundo entre los dos, el mío y el suyo. Pusimos verdes a mis padres, me habló de su vida y claro, llegó el tema que tanto había evitado.

Meetic

Estás tardando mucho en preguntarme qué fue lo que me pasó para terminar aquí sentado…

Ah pero ¿vas en silla de ruedas? Pues ni me había fijado…‘ Dije imitando sus dotes para el humor.

¡Touche! Aprendes rápido joven Padawan…‘ Sentenció brindando cerveza en mano.

Enrique se había dedicado hasta su accidente a las limpiezas en altura. Había convertido su mayor hobbie, los deportes extremos, en su forma de vida. Una fría mañana un error en el montaje de una estructura le había arrebatado sus sueños, su futuro y buena parte de su vida.

Caí en una depresión tan fuerte que me hizo falta una terapia muy intensiva para salir adelante. Puede que por eso te entienda tan bien. Tú no has perdido movilidad en tu cuerpo, pero tu propio entorno te está robando los mejores años de tu vida. No es justo…

Lo miré seria y con muchísimas ganas de llorar. Lo que no era justo era que alguien como yo pudiera comparar sus problemas a los que él había tenido. Era para mandarme a la mierda, para colgarme el teléfono sin despedirse, para no querer verme nunca más.

Aquella noche visitamos uno de los locales de sushi más brutales de la ciudad. Reímos y nos pusimos al día hasta el punto de sentirnos como si nos conociésemos de toda la vida. Para terminar la velada, un helado de camino a casa. Paseábamos despacio, me sorprendía la naturalidad con la que llevábamos el habernos conocido, era una sensación genial.

Al llegar al portal de mi pensión miré a Enrique que bromeaba sobre lo bonito que tenía decorado el interior (no he visto cosa más horrible en la vida). Estaba todavía más guapo que en sus fotos de perfil, en ellas había omitido por completo la silla de ruedas, era evidente que aquel detalle todavía le hacía daño. Imaginé cómo sería a mi lado, seguro que más alto que yo, y me dejé llevar para acercarme a él lentamente.

No sé cómo darte las gracias por esta noche, bueno, por esta y por todas las que has aguantado mis tonterías…

Digamos que si te doy ahora un beso nos quedamos a pre, ¿te parece?

Dibujando una sonrisa, allí en plena calle, nos dimos nuestro primer beso. El primero de muchos. Aquella noche fue además la primera de los miles de momentos que acumulamos en nuestro marcador de primeras veces. Junto a Enrique descubrí que esa supuesta mediocridad no existía, y que mi tiempo en la universidad valía más cuando no me aferraba solo a intentar ser lo que los demás buscaban en mí.

Empecé a ver las clases de otra manera, a abrir mi mente y mi tiempo a una ciudad preciosa, divertida y llena de opciones. Estudiaba pero también buscaba mi tiempo para escaparme de casa. Él me decía que su mundo también había cambiado, que verme sonreír era ese incentivo que le había faltado siempre. Los fines de semana nos escapábamos al campo, a la playa o allí donde nos llevasen nuestras ganas de hacer cosas.

Mis padres jamás lo entendieron. Fui franca con ellos y a los pocos meses les conté la verdad, que había conocido a un chico muy especial y pasar tiempo a su lado me calmaba. Para ellos Enrique siempre fue una intromisión en mis objetivos, una locura pasajera que me haría más mal que bien. Y por primera vez también decidí obviar sus opiniones, si no lo aceptaban serían ellos los que saldrían perdiendo.

Han pasado ya cuatro años, estoy a punto de convertirme en ingeniera y todavía paseo de la mano de ese chico que me trajo una web de citas a la que tengo mucho que agradecer. He dejado la horrible pensión, ahora compartimos piso, y esta misma noche he recibido un mensaje en el que mi media naranja me invita a una velada de sushi para rememorar los viejos tiempos. Nuestros amigos dicen que huele a petición de matrimonio por todas partes y yo no me quiero hacer ilusiones pero… ¡ya estoy practicando el ‘sí, quiero’ por si las moscas!

Fotografía de portada

Anónimo

 

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