Fui al entierro de la madre de mi novio y allí descubrí que era casado: conocí a su mujer
No lo vi venir. No me lo esperaba. A veces, habláis de ‘red flags’, pero yo no identifiqué ninguna. Todo iba bien, normal. Ambos trabajamos, que sumado a que la distancia que nos separa, la frecuencia de nuestros encuentros era la esperada; incluso nos habíamos permitido alguna escapada de unos días. Lo mismo nos cuadraba desayunar juntos que cenar viendo la tele en mi casa. Quizá, lo más llamativo era que aseguraba que nunca fui a su casa. Él me aseguraba que vivía con sus padres y que no estaban preparados para conocerme todavía. Como no tenía prisa, y yo vivo sola, no me supuso ninguna tragedia.
El día que la suegra nos dejó
Su madre murió. De un día para otro. Explotó su patata y la señora se nos subió al cielo. Ya me supo mal no haber conocido a mi suegra en vida por lo que le propuse a mi pareja acompañarle en esos delicados momentos. Mi novio se negó, que su padre ya tenía bastante con la pérdida de su esposa y que no podía presentarme en el entierro de repente. Le comenté la posibilidad de acudir como una compañera del trabajo o una simple amistad. Tampoco pretendía hacer una exhibición de petting en pleno duelo, me conformaba con estar sentada en una silla mostrando apoyo a mi chico. Nada, que no.
Pero fui…
Mis amigas me decían que quedaba “raro” no ir al tanatorio al menos. “Tía, al velatorio van hasta vecinos o el de la ventita de la esquina, ¿cómo no vas a ir tú?”. Obvio que yo pensaba lo mismo, pero al darme ellas la razón, decidí darme un salto. Sin avisar. Sabía que si se lo decía, me insistiría en la negativa y creíamos que podía ser por “evitarme la molestia”. Como no conocí a la doña en vida, para él no tenía sentido que mi recuerdo de ella fuese muerta. Mi intención iba más allá: solo quería presentarle mis respetos y estar cerca por si necesitaba un abrazo. No había maldad ni morbosidad, os lo garantizo.
Conocí a toda la familia… A TODA
Llegué al tanatorio. Por fortuna, no suelo ir a entierros; aunque, la falta de práctica se evidenció en mis ropajes. Pensé que a los entierros se iba de negro y me vestí como una gótica en Halloween. Sobria, sobria y allí había peña en pantalón corto y chanclas de playa. Al más puro estilo ‘Miércoles Addams’, accedí a una sala atestada de gente en la que mi novio recibía el caluroso afecto de una mujer. Un abrazo de lo más largo y emotivo de su ¿prima? ¿hermana? ¿una amiga del colegio? No, señoras y señores, de su mujer. ¿Cómo lo supe? Porque me la presentó, el muy hijo de puta.
Al verme casi se explota la patata como a su madre, Descanse en Paz. Su ansiedad aumentó, sabiéndolo disimular las causas por el contexto tétrico en el que estaba. Lo saludé. Nervioso, empezó a sudar: “¿Qué te ocurre, amor? ¿Quieres salir a tomar el aire?”, pronunció su atenta esposa. “A tomar por culo lo mandaba yo”, pensé en mi fuero interno. Sí, escondí lo que me hizo sentir la traición. Para vuestra decepción, no lie ningún espectáculo. Tampoco me fui a los cinco minutos. Respiré hondo, me puse cómoda y me pegué cuatro horas allí sentada, haciéndole pasar el peor rato de su vida.
Unos días después del funeral hubiésemos celebrado nuestro primer aniversario. Era una relación corta, soy consciente; sin embargo, para mí supuso la más seria que había tenido hasta el momento. ¡Vaya éxito! Pedazo de cabrón.
Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real.